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CAPITULO PRIMERO
LOS PLACERES DE LA MÚSICA (1)
Quizá debiera comenzar explicando que me considero
un compositor de música, y no un escritor musical. Esta diferencia puede
no parecer importante, especialmente cuando admito haber publicado
varios libros sobre este asunto. Mas, para mí, la diferencia es capital,
pues sé que, si fuera un escritor, desbordaría en palabras acerca del
arte que practico; en cambio, mi mente -y no sólo mi mente, sino todo mi
ser físico- vibra ante los estímulos de las ondas sonoras producidas
por instrumentos que suenen solos o en conjunto. El porqué de ello no
puedo explicarlo, mas puedo asegurar que es así. Recordando, entonces,
que soy primeramente un compositor, y no un escritor, examinaré mi terna
fundamentalmente desde el punto de mira del compositor, con el objeto
de compartir con otros, hasta donde ello sea posible, los diversos
placeres derivados de experimentar la música como arte.
Axiomático es que la música brinda placer. Por este
motivo, los placeres de la música, como tema para una discusión, pueden
parecer a algunos un plato bastante elemental para colocar frente a un
auditorio tan entendido. Pero creo que se comprenderá que la fuente de
ese placer, nuestro instinto musical, no es en modo alguno elemental; en
realidad, constituye uno de los principales enigmas de la conciencia.
¿Por qué las ondas sonoras, cuando golpean el oído, hacen que "descargas
de impulsos nerviosos fluyan hacia el cerebro", dando por resultado una
sensación agradable? Más aún: ¿por qué podemos comprender estas
"descargas de señales nerviosas", de manera tal que surgimos del
hundimiento en la ordenada presentación de los estímulos sonoros como si
hubiéramos vivido en un simulacro de vida, la vida instintiva de las
emociones? Y, ¿por qué, cuando nos hallamos tranquilamente sentados y
simplemente oyendo, nuestros corazones laten con mayor rapidez, nuestra
temperatura se eleva, nuestros pies comienzan a golpear contra el piso,
nuestras mentes empiezan a correr tras la música, esperando que siga un
camino y observándola cuando se encauza por otro, engañados y
disgustados cuando no estamos convencidos; regocijados y agradecidos
cuando aprobamos?
Supongo que poseemos una respuesta parcial en el
hecho de que la naturaleza física del sonido ha sido explorada a fondo;
pero el fenómeno de la música como un medio expresivo, comunicativo,
continúa siendo tan inexplicable como siempre lo fue. Nosotros, los
músicos, no pedimos mucho. Todo lo que deseamos es que un investigador
nos diga por qué ese joven que está sentado en la fila A está firmemente
absorbido por los sonidos musicales que escucha, mientras que su novia,
poco o nada extrae de ellos, o a la inversa. Piénsese cuántos millones
de horas de practica inútil se habrían ahorrado sí algún prevenido
profesor de genética hubiera creado un test para sondear la sensibilidad
musical. Durante una visita que hice a las salas de exposición de un
fabricante de órganos electrónicos, se me ilustró, curiosamente, la
fascinación que la música ejerce sobre algunos seres humanos. Como parte
de mi visita, se me condujo a la sala de prácticas. Allí, para mi
sorpresa, encontré no sólo uno, sino ocho aspirantes a organista
practicando simultáneamente en otros tantos órganos. Pero más
sorprendente aún fue el hecho de que no se oía un solo sonido, pues los
ocho instrumentistas escuchaban individualmente sus instrumentos por
medio de audífonos. Resultaba un espectáculo espectral, aun para un
colega músico, observar a estos hombres hipnotizados, por así decirlo,
por un genio invisible y mudo. Ese día comprendí cabalmente cuán
hipnotizados pareceremos las criaturas inclinadas hacía la música, ante
los ojos de nuestros amigos menos aficionados al arte sonoro.
Si la música produce impacto en el oyente, se
desprende que lo producirá en forma mucho más vigorosa en quienes cantan
o ejecutan un instrumento con cierto grado de eficiencia. En tiempos
isabelinos, se esperaba que cualquier culta leyera música y tomase parte
en los coros madrigalistas. Los oyentes pasivos, que se cuentan por
millones son una innovación relativamente reciente. Aun durante mi
juventud, la afición musical significaba que uno debía crearla por sí
mismo, o era forzado a salir de su casa para escucharla en los sitios en
que. se la producía, a pesar del costo considerable y de los
inconvenientes que ello acarreaba. En la hora presente, todo esto ha
cambiado. La música se ha tornado algo tan accesible que es casi
imposible evitarla. Quizá algunas personas no tengan inconveniente en
cobrar un cheque en el Banco al compás de una obra de Brahms, pero yo sí
tengo. En realidad, creo que empleo tanto tiempo en evitar grandes
obras como otras personas ocupan en buscarlas. La razón es simple: la
música que posee significado requiere nuestra atención no compartida con
otras cosas, lo que yo sólo puedo hacer cuando me encuentro en un
estado de ánimo receptivo y siento la necesidad de ella. El empleo de la
música como una especie de ambrosía, para acariciar los sentidos,
mientras nuestra mente consciente está ocupada en otra cosa, es la
abominación de los compositores que toman en serio sus obras.
Por eso, la música a que me refiero en este
capítulo está destinada a la atención no distraída del oyente. En
realidad, por lo general sé denomina música ¨seria¨, en contraposición
con la música "ligera" o popular. Nadie parece saber cómo surgió el
término ¨serio¨, pero todos estamos de acuerdo en cuanto a que es
inadecuado. En primer lugar, no abarca en forma adecuada todos los
casos. Además, con frecuencia nuestra música "seria" es seria, a veces
abrumadoramente seria; pero también puede ser ingeniosa, humorística,
sarcástica, grotesca, sardónica y muchas cosas más. Porque, en verdad,
el margen emocional que abarque es lo que la hace ¨seria¨ y, en parte,
influencia nuestro juicio en cuanto a la estatura artística de cualquier
composición extensa.
Todos saben que la llamada música seria ha hecho
grandes progresos en la aceptación del público en general durante los
años recientes. Sin embargo, el propio término posee connotaciones algo
prohibitivas y herméticas para la masa de oyentes que atribuyen al
músico profesional una especie de iniciación masónica en secretos
permanentemente prohibidos para los extraños a la secta. Nada puede ser
más falso. Todos, profesionales y no profesionales, escuchamos la música
en la misma forma: en una forma muda, en realidad; porque la música
simple o la compleja atraen a todos nosotros, en primer lugar, por su
pura atracción rítmica y sonora. No cabe duda de que los músicos se
sienten complacidos por la deferente actitud de los legos respecto de lo
que ellos imaginan que es nuestra secreta comprensión de la música.
Pero, fundamentalmente, escuchamos como lo hacen las demás personas,
pues la música nos sacude con una inmediación que nosotros reconocemos
en las reacciones de los oyentes de mentalidad más simple.
Parte de mi tesis estriba en que la música
contrariamente a las demás artes, con la posible excepción de la danza,
brinda placer, simultáneamente, en los más altos y los más bajos niveles
de apreciación. Por ejemplo, todos nosotros podemos comprender y
percibir la alegría de ser arrastrados por la corriente de la música.
Nuestro amor por la música está estrechamente vinculado con su
movimiento hacia adelante; sin embargo, es precisamente la creación de
ese sentido de flujo, su interrelación con la estructura formal y el
efecto resultante sobre ella, lo que extrae del compositor alta
capacidad intelectual y ofrece penetrantes placeres a los agentes. El
incesante movimiento hacia adelante de la música ejerce una doble y
contradictoria fascinación: por un lado, parece inmovilizar el tiempo
mismo, al llenar un específico espacio temporal, mientras que, en el
mismo momento, genera la sensación de que fluye por delante de nosotros
con toda la presión y la efervescencia de un gran río. Detener el flujo
de la música sería como detener el tiempo mismo, lo cual es increíble e
inconcebible. Sólo alguna catástrofe puede producir semejante ruptura en
el discurso musical, durante una ejecución pública. Por supuesto que
los músicos están acostumbrados, durante los períodos, de ensayo, a
estas interrupciones, pero no les agradan. El público, en esas
oportunidades, observa, incrédulo. Lo he comprobado durante los ensayos
públicos de la orquesta Sinfónica de Boston. Amplios auditorios se
reúnen todas las semanas, por el único placer - estoy convencido de ello
- de vivir ese impresionante momento en que el director detiene la
música en forma abrupta. Algo marchaba mal; nadie parece saber qué ni
por qué; pero por ello se detiene, el fluir de la música, y una sacudida
de agradecimiento corre a través de todo el grupo. Para eso se ha
reunido, aunque puede no comprenderlo; por eso y por el placer de
escuchar la reanudación del flujo musical, que ilumina el rostro del
público con una especie de despreocupada y plena seguridad. Claro es que
el goce del auditorio es inherente al atrevido impulso de la música;
pero, cuanto más esclarecido sea el oyente, este atrevido impulso, que
llena el tiempo, tendrá el mayor significado sólo cuando esté acompañado
por algún concepto en cuanto al rumbo hacia el cual se dirige; qué
elementos psicologicomusicales colaboran para conducirlo hacia su
destino y qué satisfacciones arquitectónico formales habrán logrado al
conquistar esa meta.
El flujo musical es, en su mayor parte, el
resultado del ritmo musical, y el factor rítmico, en la música, es, sin
duda, un elemento clave que posee atracción simultánea sobre diversos
niveles culturales. Para algunas tribus africanas, el ritmo es música;
es lo único que poseen. ¡Pero qué ritmo! Escuchándolo al descuido, nunca
sé pasará de los golpes que rompen el tímpano; pero, en realidad, se
requiere un oído musical para desentrañar sus intrincados polirritmos.
Mentes capaces de concebir semejantes ritmos poseen su propia
complejidad; por eso parece inexacto y aun injusto llamarlos
"primitivos". En comparación, nuestro propio instinto para el juego
rítmico sólo parece de un interés superficial y necesitado de
revitalizarse de tanto en tanto.
A causa de que el reflujo de la invención rítmica
estaba relativamente bajo en la música europea de fines del siglo XIX,
Stravinsky pudo aplicar lo que una vez denominé ¨una inyección
hipodérmica rítmica¨ a la música occidental. Su impacto de 1913, La
consagración de la primavera, verdadera monstruosidad rítmica para sus
primeros oyentes, hoy es una obra establecida definitivamente en el
repertorio de conciertos. Ello indica el progreso que se ha logrado en
la comprensión y en el gusto de las complejidades rítmicas que dejaban
estupefactos a nuestros abuelos. Y al final no está, en modo alguno, a
la vista. Compositores más jóvenes nos han llevado hasta el propio
límite de lo que la mano del hombre puede ejecutar y han ido inclusive
más allá de lo que el oído humano puede captar en el ámbito de la
diferenciación rítmica. Triste es decirlo: hay un límite dictado por lo
que la naturaleza nos ha brindado en el campo de la capacidad auditiva.
Pero, dentro de estos límites, existen grandes zonas de vida rítmica
todavía por explorar; formas rítmicas nunca soñadas por los compositores
de marchas y mazurcas.
Con esto no deseo empequeñecer las ingeniosidades
rítmicas de épocas pasadas. Los ritmos maravillosamente sutiles de los
compositores anónimos de fines del siglo XIV, sólo recientemente
descifrados; los delicados matices de los ritmos orientales; los
cuidadosamente diseñados de los compositores de la Inglaterra de los
Tudor, y, trayendo las cosas más cerca de nosotros, la improvisada
violencia de los ritmos inspirados por el jazz: todos éstos, y muchos
más, deben juzgarse, sin duda, como excelentes placeres musicales.
El ¨color tonal¨ es otro elemento básico de la
música que puede ser gustado por personas de distintos niveles de
percepción, desde los más legos hasta los más cultivados. Ni siquiera
los niños tienen dificultad para reconocer la diferencia existente entre
el perfil tímbrico de una flauta y el de un trombón. El ¨color¨ de
ciertos instrumentos posee una atracción particular para ciertas
personas. Yo mismo he sentido siempre una verdadera debilidad por el
sonido de ocho trompas francesas tocando en unísono. Su sonoridad rica,
áurea, legendaria, me transporta. Algunos compositores europeos de la
hora actual parecen tener amoríos furtivos con el vibráfono. Una
infinidad de posibles combinaciones tímbricas es dado lograr cuando se
mezclan los instrumentos, y especialmente al fundirse en ese maravilloso
invento que es la orquesta sinfónica. El arte de la orquestación,
innecesario es decirlo, posee una fascinación inagotable para el
compositor; es, en parte, una ciencia, y, también en parte, un inspirado
trabajo conjetural.
Como compositor, obtengo gran placer ideando
combinaciones ¨tonales¨. A lo largo de los años he notado que ningún
elemento del arte del compositor confunde más al lego que esta habilidad
para concebir "colores" instrumentales mezclados. Pero recordemos que,
antes de mezclarlos, los escuchamos en términos de su parte componentes.
Si se examina una partitura orquestal se advertirá que los compositores
colocan los instrumentos de acuerdo con las familias organográficas;
leyendo de arriba para abajo, es costumbre anotar las maderas, los
bronces, la percusión y las cuerdas, en el orden indicado. Las modernas
prácticas de orquestación a menudo yuxtaponen estas familias, una contra
otra, de modo tal que su personalidad, como familias, permanece siendo
reconocible y clara. Este principio puede ser aplicado, también, a la
voz del instrumento individual, cuya sonoridad pura permanece, por
consiguiente, claramente identificable como tal. La habilidad orquestal
consiste en mantener cada uno de los instrumentos fuera del camino de
los demás, espaciándolos de manera de evitar la repetición de lo que
otro instrumento ya está haciendo, por lo menos en el mismo registro; de
tal manera, se explota hasta el máximo el específico valor tímbríco que
aporta cada instrumento por separado o agrupado en familias.
En la orquestación moderna, el objetivo es, por lo
general, la claridad y la definición de la imagen sonora. Sin embargo,
existe otra clase de magia orquestal que depende de cierta ambigüedad
del efecto. Porque, el hecho de no poder identificar en forma inmediata
cómo se obtiene una particular combinación de colores, aumenta su
atracción. Personalmente, me agrada permanecer intrigado por la audición
de sonidos no usuales que me obligan a preguntarme cómo los ha logrado
el compositor.
De lo dicho acerca del arte de la orquestación, el
lector debe de haber inferido la idea de que no es más que un delicioso
juego ejecutado para diversión del compositor. Por supuesto que esto no
es exacto. El ¨color ¨ en la música, lo mismo que en la pintura, sólo
tiene significado cuando sirve a la idea expresiva; porque es la idea
expresiva la que dicta al compositor la elección de sus esquemas
orquestales.
Parte del placer de ser sensible al empleo del
¨color¨ en la música reside en advertir en qué forma se revelan las
características de la personalidad del compositor a través de sus
esquemas del ¨color tonal¨. Durante el período del impresionismo
francés, por ejemplo, se pensó que Debussy y Ravel poseían una
personalidad similar. Sin embargo, un examen de sus partituras habría
demostrado que Debussy, en sus páginas más características, buscaba una
iridiscencia como pulverizada, una sonoridad delicada y sensual como no
sé había
oído hasta entonces, mientras que Ravel, utilizando una paleta
similar, iba tras el refinamiento y la precisión, tras un brillo
diamantino que refleja la naturaleza más objetiva de su personalidad
musical.
Los ideales del ¨color¨ cambian en el compositor
como cambia su personalidad. Un ejemplo sorprendente es, de nuevo,
Stravinsky, quien comenzó con rojos y púrpuras mordíentes, en las
partituras de sus primeros ballets, y, durante la década pasada, ha
llegado a un gris ascético que realmente estremece al oyente por su
austeridad. Para hallar un contraste podemos volvernos hacia una
partitura de Richard Strauss, magistralmente realizada, dentro de su
estilo, pero excesivamente rica en la acumulación de sonoridades, como
una comida alemana que es demasiado elaborada para producir
satisfacción. El manejo natural y moderado de las fuerzas orquestales
por toda una escuela de compositores estadounidenses indicaría cierta
afinidad innata entre los rasgos de la personalidad norteamericana y el
lenguaje sinfónico. Ningún lego puede suponer que podrá penetrar todas
las sutilezas que encierra una página orquestal de cualquier
complejidad, pero, nuevamente aquí, no es necesario poder analizar el
espectro del color de una partitura para confortarse con su
refulgencia.
Hasta aquí me he referido a las generalidades del
placer musical. Ahora deseo concentrarme en la música de algunos
compositores para mostrar en qué forma son diferenciados los valores
musicales. El malogrado Serge Koussevitzky, director de la orquesta
Sinfónica de Boston, nunca se cansó de repetir a los ejecutantes que, si
no fuera por los compositores, ellos no tendrían literalmente
materiales para ejecutar o cantar. Subrayaba lo que frecuentemente se da
por sentado y, por lo tanto, se pierde de vista: el hecho de que, en
nuestro mundo occidental, la música habla con la voz del compositor, y
la mitad del placer que se obtiene, proviene de que escuchamos una voz
particular que formula una declaración individual en un momento
específico de la historia. Salvo que se parta de esta premisa, se
perderá una de las principales atracciones del arte musical: el contacto
con una vigorosa y absorbente personalidad.
Por lo tanto, importa singularmente quién es el
músico que escucharemos en una sala de conciertos o de ópera. Sin
embargo, tengo la impresión de que para el aficionado, la música es
música, y concurre a los acontecimientos musicales con poca o ninguna
preocupación por el programa que se le ofrecerá. No ocurre lo mismo con
el profesional, para quien significa muchísimo el hecho de sí se
escuchará la música de Monteverdi o la de Massenet, la de J.S. o J. C.
Bach. ¿No es cierto que todo lo que sabemos, como oyentes, respecto de
determinado compositor y de su rmúsica, nos prepara en cierta medida
para penetrar en su mentalidad? Para mí, Chopin es una cosa, y Scarlatti
otra bien distinta. Nunca puedo confundirlos; ¿puede el lector? Bueno,
sea que le resulte posible o no, en mi opinión continúa siendo la misma:
hay tantas maneras de gozar escuchando música como hay compositores.
Hasta se puede obtener cierto placer perverso al
odiar la obra de determinado músico, Por ejemplo, uno de los ídolos de
hoy, entre los compositores, Sergei Rajrnánínov, me irrita. La
perspectiva de sentarme para escuchar una de sus dilatadas sinfonías o
conciertos para piano, tiende, francamente, a deprimirme. ¿A qué fin
conducen todas esas notas? -pienso.-Para mí, el ¨tono¨ característico de
Rajrnánínov es de autopiedad y autoindulgencia, teñido por una definida
melancolía. Como ser humano, puedo comprender a un artista cuyos
arrebatos producen esa música, pero, como oyente, mi estómago no lo
tolera. Admito su destreza técnica, pero aun así, está técnica es
anticuada a su modo. También acepto su habilidad para escribir dilatadas
y cantables líneas melódicas, mas cuando ellas están recamadas por
figuraciones, la sustancia musical se diluye y vacíase de significado.
Como solía decir André Gide, no es necesario manifestarles esto, y sé
que no hará felices a ustedes el hecho de oírlo. En realidad, poca
importancia tendrá para el lector la cuestión de sí encuentro digerible,
la música de Rajmáninov. Lo que trato de significar es que el arte,
sonoro nos impresiona en tantas formas como compositores hay. Por eso,
no vale la pena molestarse por menos de una fuerte reacción, en pro o en
contra, provocada por él.
A manera de contraste, permítaseme destacar a ese
músico permanentemente popular entre los compositores que se llamaba
Giuseppe Verdi. Aparte de su música, experimento placer en pensar
solamente en el hombre. Si la honestidad y la franqueza brillaron alguna
vez en un artista, Verdi es el primer ejemplo. ¡Qué goce constituye
tomar contacto con él a través de sus cartas; tropezar con la dura
esencia de su personalidad campesina. De esta experiencia se retorna
reconfortado y con renovada confianza en el robusto carácter no
neurótico de, por lo menos, un maestro de la música.
Cuando yo era estudiante no se consideraba lícito
mencionar el nombre de Verdi al lado de los sinfonistas, y absolutamente
imposible nombrarlo en la misma frase con el formidable dragón de la
ópera: Richard Wagner. Lo que la elite musical hallaba difícil de
perdonar en el caso de Verdi era lo ¨trillado¨ de sus obras, su
ordinariez. Sí, Verdi es trillado y ordinario a veces, así como, a
veces, Wagner es agotador y aburrido. Aquí yace una lección que es
necesario aprender: la forma en que estamos gradualmente capacitados
para acomodar nuestras mentes a la evidente debilidad en la producción
de un artista creador. La historia de la música nos enseña que, antes el
primer contacto, los academicismos de Brahms, los longuers de Schubert,
lo portentoso de Mahler eran considerados insoportables por sus
primeros oyentes, pero, en todos estos casos, las generaciones
posteriores han logrado tolerar las debilidades de los hombres de genio
en obsequio a otras cualidades que las compensan.
Verdi puede ser a veces trivial, como todos saben,
pero su gracia salvadora es una ardiente sinceridad que se antepone a
todo. Aquí no hay engaños ni dolo. En cualesquiera de los niveles en que
compuso aparece una calidad plena de contenido; todo está dicho en
forma directa, limpiamente escrito, sin desperdicio de notas y
rnaravillosamente eficaz. Al fin y al cabo, gustosamente debemos
convenir en que los materiales musicales de Verdi no necesitan ser
escogidos enparticular para que sean aceptables. Y, muy naturalmente,
cuando lo son y son inspirados, benefician doblemente al oyente al ser
puestos de relieve sobre el fondo de las virtudes sencillas de sus obras
comunes.
La vida creadora de Verdi se extendió durante más
de medio siglo y progresó firmemente en su interés musical y en su
elaboración. Pocos paralelos, en los anales musicales, posee semejante
capacidad tan prolongada de desarrollo. Produce una satisfacción
particular el hecho de seguir los hitos de una carrera que comenzó en
forma tan modesta y oscura, y que, gradualmente, lo condujo al renombre
mundial de Traviata y Aída, y luego, para sorpresa general de la
comunidad musical, continuó, durante la octava década de su vida, hasta
las realizaciones coronarias de Otello y Falstaff.
Si se preguntara el nombre de un músico que se
acerque a la composición, sin errores humanos, creo que el consenso
general elegiría el de Johann Sebastián Bach. Sólo muy pocos gigantes
musicales han conquistado la admiración universal que rodea la figura de
este maestro alemán del siglo XVIII. Los Estados Unidos deben amar a
Bach porque es el más grande, como podríamos decir, o, si no el más
grande, posee pocos rivales y ninguno que lo iguale. ¿Qué es lo que hace
que sus mejores partituras sean tan conmovedoras? Durante largo tiempo
he tratado de resolver esta cuestión, pero he llegado a dudar de que a
alguien le sea posible lograr una respuesta satisfactoria. Sin embargo,
una cosa es indudable nunca llegaremos a explicar la grandeza de Bach
apartando algunos de los elementos de sus obras. Más bien se trata de
una combinación de perfecciones, cada una de las cuales se aplica a la
práctica común de su época; unidas, produjeron la perfección madurada de
la oeuvre,
El genio de Bach no puede deducirse de las
circunstancias de la rutina de su existencia musical. Durante toda su
vida, escribió música para hacer frente a los requerimientos de los
puestos que ocupó. Con frecuencia, sus melodías fueron tomadas de
fuentes litúrgicas; sus texturas orquestales estuvieron limitadas por
los recursos de que disponía, y sus formas, en su mayor parte, son
similares a las de otros compositores de su tiempo, cuyas obras -
digámoslo de paso - había estudiado detenidamente. Para los
compositores, "hijos" de él, "papá" Bach fue, ante todo, un famoso
ejecutante instrumental, y sólo secundariamente un sólido creador
-artesano de la vieja escuela, cuyas composiciones eran poco conocidas
en el exterior por la simple razón de que, pocas de ellas, se publicaron
durante su vida. Pero ninguno de estos hechos a menudo repetidos
explica la influencia universal que sus mejores obras han llegado a
tener sobre las generaciones posteriores.
Lo que más me impresiona en las obras de Bach es la
rectitud de ellas. No es, simplemente, la rectitud de un solo
individuo, sino de toda una época musical. Porque Bach llegó a la
cúspide de un dilatado desarrollo histórico; fue el heredero de varias
generaciones de artesanos compositores. Nunca, desde entonces, la música
ha fundido tan satisfactoriamente la habilidad contrapuntística con la
lógica armónica. Esta amalgama de melodías y acordes, de líneas
independientes concebidas en forma lineal, dentro de un molde de
armonías básicas realizadas verticalmente, brindó a Bach el armazón
necesario para su macizo edificio. Dentro de este edificio se halla la
suma de todo un período, con toda la grandeza, la nobleza y la
profundidad interior que un alma creadora puede brindarle. Temo que es
desesperanzado intentar una profundización mayor en cuanto a por qué su
música crea la impresión de una integridad espiritual, la sensación de
su comunión con la visión más profunda. Sólo nos encontraremos buscando
infructuosamente palabras, palabras que nunca podrán esperar encerrar la
intangible grandeza de la música, y mucho menos todo lo intangible de
la grandeza de Bach.
Quienes estén interesados en estudiar la
interrelación existente entre un compositor y su obra, será mejor que se
dirijan hacia el siglo que siguió al de Bach, y especialmente hacia la
vida y la obra de Ludwing van Beethoven. El crítico inglés Wilfrid
Mellers, respecto de Beethoven, dijo recientemente: ¨La esencia de la
personalidad de Beethoven, como hombre y como artista, reside en que
invita a la discusión en otros términos, aparte de los musicales¨.
Mellers quiere significar que tal discusión nos llevaría, sin ninguna
dificultad, hacia una consideración de los derechos del hombre, la libre
voluntad, Napoleón y la Revolución Francesa, así como otros temas
vinculados con éstos. Nunca sabremos exactamente en qué forma el
fermento de acontecimientos históricos afectó el pensamiento de
Beethoven, pero es indudable que, música como la suya, habría sido
inconcebible, a comienzos del siglo XIX, sin una seria preocupación por
el temple revolucionario de su época y la habilidad para traducir esta
preocupación en el pensamiento musical original y sin precedentes de su
propia obra.
Al campo de la música, Beethoven trajos tres
innovaciones sorprendentes: en primer término, alteró nuestra propia
concepción del arte al subrayar el elemento pscológico implícito en el
lenguaje de los sonidos. Gracias a él, la música perdió cierta
inocencia, pero ganó, en cambio, una nueva dimensión en la profundidad
psicológica. En segundo lugar, su propio espíritu tormentoso y explosivo
era, en parte, responsable de una ¨dramatización de todo el arte
musical¨. Los tremolandi bajos, retumbantes; los rápidos acentos
colocados en sitios inesperados, la insistencia rítmica hasta entonces
no oída y los agudos contrastes dinámicos: todas éstas eran
exteriorizaciones de una drama interior que brindaron a su música un
impacto teatral. Ambos elementos -la orientación psicológica y el
instinto dramático- están inseparablemente ligados en mí mente con su
tercera y posiblemente más original realización: la creación de formas
musicales dinámicamente concebidas sobre una escala antes no intentada y
de una inevitabilidad que resulta irresistible. Destacable es en
Beethoven, particularmente el sentido de la inevitabilidad. Las notas no
son palabras, no están bajo la fiscalización de la lógica susceptible
de verificarse, y, por ello, los compositores de todas las épocas han
luchado por vencer esta dificultad, produciendo un efecto direccional
que resulta convincente para los oyentes. Ningún compositor ha resuelto
nunca este problema con mayor brillantez que Beethoven; con
anterioridad, nada realmente tan inevitable había sido creado en el
lenguaje de los sonidos.
No se necesita mucha perspectiva histórica para
comprender qué experiencia sobrecogedora debe de haber sido la música de
Beethoven para sus primeros oyentes. Todavía hoy, dada la naturaleza de
su música, hay momentos en que, simplemente, no comprendo cómo el arte
de este hombre pudo imponerse en el ¨gran¨ público musical.
Evidentemente, él debe de haber dicho algo que todos deseaban oír. Y,
sin embargo, si se escucha viva y atentamente, las ventajas contra la
aceptación son igualmente evidentes. Como sonido puro, poco hay de
exquisito en su música, la cual irradia una sonoridad relativamente
"seca". El compositor nunca pareció mimar al oyente, ni nunca saber o
importársele lo que a él le agradara. Sus temas no son particularmente
hermosos o memorables; acaso son más aptos expresivamente que diseñados
con hermosura. Sus maneras son, en general, ásperas y no ceremoniosas,
como si la cuestión que se discute fuera demasiado importante para ser
expuesta en términos urbanos o diplomáticos. Adopta un ¨tono¨ perentorio
e incitante, suponiendo, en particular en sus obras más vigorosas, que
el oyente no tiene otro recurso que escuchar Y esto es precisamente lo
que ocurre: escucha. Por encima y más allá de cualquier otra
consideración, Beethoven posee una cualidad en importante grado: es
enormemente urgente.
¿Sobre qué es tan urgente? ¿Cómo puede uno no
sentirse urgido y no ser conmovido por el fervor moral y la convicción
de un hombre semejante? Sus mejores obras son la representación de un
triunfo, un triunfo de afirmación en presencia de la condición humana.
Beethoven es uno de los grandes afirmativos entre los artistas
creadores. Regocijante resulta compartir su clara contemplación de la
trágica suma de la vida. Su música evoca lo mejor de nuestra naturaleza;
en términos puramente musicales, Beethoven parece exhortarnos a Ser
Nobles, a Ser Fuertes, a la Grandeza de Alma, y a Ser Compasivos. Estos
preceptos éticos se extraen del fondo de su música, pero es la música en
sí misma -las nueve sinfonías, los dieciséis cuartetos, las treinta y
dos sonatas para piano- la que nos atrapa, y lo hace casi en la misma
forma cada vez que vamos a ella. La esencia de la música de Beethoven
parece indestructible; lo efímero del sonido parece poseer poca relación
con su sustancia extrañamente inmutable.
Verdadero contraste produce pasar de la severidad
de Beethoven al mundo bien diferente de un compositor como Palestrina.
La música de Palestrina se escucha más raramente que la del maestro
germano, acaso porque aquélla parece más particular y remota. En la
época de Palestrina, la música coral era la que ocupaba el centro del
proscenio, y muchos compositores vivieron sus vidas, como lo hizo
Palestrina, vinculados con los servicios litúrgicos. Sin conocer los
detalles de su vida, y sólo sobre la base exclusiva de su música,
resulta evidente que la pureza y la serenidad de su obra refleja una
profunda paz interior. Cualquiera que haya sido la tensión de la vida
cotidiana en la Roma del siglo XVI, su música respira apaciblemente en
algún lugar apartado. Todo en ella conduce hacia la vida contemplativa:
la dulzura de sus armonías modales, el gradual movimiento de las frases
melódicas, la facilidad consumada en el manejo de la polifonía vocal. Su
música luce blanca sobre la página y suena ¨blanca¨ en las voces.
Compuesta con firmes eclesiásticos -como mucha de ella lo fue-, su
homogeneidad de estilo le brinda un penetrante humor de impasibilidad y
un carácter ultramundano. Cuando se la presenta como simple rutina, esta
música puede resultar pálida y apagada. Pero, en sus mejores versiones,
las misas y los motetes de Palestrina crean una belleza etérea como
sólo el mundo de los sonidos puede encarnar.
Mi preocupación aquí por compositores de primera
línea como Bach, Beethoven y Palestrina no está destinada a sugerir que
sólo los más grandes nombres y las mayores obras maestras son dignos de
la atención del lector. El arte musical, tal como lo escuchamos en
nuestros días, si por algo sufre es por una dosis excesiva de obras
maestras, por una preocupación obsesiva por las glorias del pasado. Este
hecho restringe el panorama de nuestra experiencia musical y tiende a
sofocar el interés por el presente; oscurece a muchos compositores
excelentes cuyas obras son menos que perfectas. Por ejemplo, no puedo
estar de acuerdo con Albert Schweitzer, quien una vez señaló que, ¨de
todas las artes, la música es aquella en que la perfección es un sine
qua non, y que los antecesores de Bach estaban predestinados al olvido,
pues, al ser comparados, sus obras no resultaban maduras¨. Decir esto
puede resultar una crítica excesiva, pero el hecho es que nosotros nos
hastiamos de todo, aun de la perfección. Más exacto sería decir que los
antecesores de Bach poseían un encanto desmañado y una simple gracia a
los que ni siquiera el genio de Eisenach podía acercarse, justamente por
su perfección madura. Delacroix tuvo algo de mi idea cuando, en su
diario, se quejaba de que Racine fuera demasiado perfecto; de que esa
perfección y la ausencia de blancos e incongruencias lo privara de la
especie que uno encuentra en obras plenas de belleza y de defectos al
mismo tiempo?¨.
Durante los últimos años, nuestros placeres
musicales se han ampliado merced a la familiaridad -frecuentemente a
través de los discos fonográficos- con un período de la historia musical
lleno de bellezas y de defectos que antecede en muchos años a la era de
Bach. Los musicólogos, a quienes a veces se reprocha de su pedantería,
han puesto ante nosotros manjares musicales sustraídos de lo que parecía
un pasado irrecuperable. Grupos de pioneros, en más de un centro
musical, han revivido toda una época musical al descifrar antiguos
manuscritos de compositores anónimos, al reconstruir instrumentos en
desuso e imaginando, lo mejor que le es posible, lo que debe de haber
sido el característico sonido vocal en esa remota época. Mediante esta
investigación erudita y una regular dosis de simples conjeturas, han
hecho posible que escuchemos música de una extraordinaria tristeza y
soledad, dotada de una desnudez en su textura que nos recuerda, a veces,
la obra de algunos compositores de la actualidad. Esta impresión
contrasta con las piezas de tipo bailable que resultan conmovedoras por
su inocencia. La ingenuidad de esta música -o lo que a nosotros nos
parece ingenuo- ha estimulado un atento enfoque de los problemas de las
ejecuciones realistas que encuentro difícil de vincular con los aspectos
más rudos de la Edad Media. Pero esto no importa; las ideas respecto de
la interpretación cambiarán, y, entre tanto, habremos aprendido a
extender los límites convencionales de la utilizable historia de la
música y a calar en una nueva mina de tesoros musicales.
Recientemente, un joven poeta norteamericano
escribió: Nada podemos saber del pasado si no sabemos del presente.
Parte del placer de consagrarnos al arte lo constituye la excitación de
aventurarnos entre sus manifestaciones contemporáneas. Pero, en el campo
de la música, ocurre algo extraño en ese sentido. Las mismas personas
que encuentran perfectamente natural el hecho de que los libros, las
obras teatrales y la pintura modernos son controvertibles, parecen
desear huir de ser cuestionados y preocupados cuando se trata de música.
En nuestro campo parece existir una inagotable sed por lo familiar, y
poca curiosidad en cuanto a la situación estética de los compositores
más recientes. Tal como yo los veo, estos amantes de la música no aman
la música lo suficiente, pues, de otro modo, sus mentes no estarían
cerradas a una era que nos reserva la promesa de una fresca y no usual.
Charles lves decía que la gente que no podía tolerar la disonancia
poseía ¨oídos afeminados¨. Afortunadamente, en la actualidad existen, en
todos los países, algunas almas valientes que no se preocupan en
absoluto por tener que investigar un poco para hallar sus placeres
musicales; que gozan, en realidad, al verse confrontados con el artista
creador cuyas obras poseen un carácter problemático.
Paul Valéry nos cuenta que, en Francia, fue
Stéphane Mallarmé quien se identificó en la mente de la gente como el
prototipo del autor difícil. De acuerdo con Valéry, su poesía engendró
un nuevo tipo de lector que ¨ no podía concebir el plaisir sans peíne; a
quien no le gustaba gozar sin pagar un tributo por ello, y que hasta no
podía experimentar felicidad sin que su alegría fuera, en alguna
medida, el resultado de su propia labor, deseando sentir lo que sus
propios esfuerzos le demandaban... Este fragmento es aplicable con toda
exactitud a ciertos amantes de la música contemporáneas. Sé rehúsan a
ser ahuyentados con demasiada facilidad. Yo mismo, cuando doy con una
obra musical cuya importancia se me escapa en primera instancia, pienso:
¨No la estoy captando. Tendré que volver a ella una segunda o tercera
vez¨. No me importa en absoluto que me disguste positivamente una página
de música contemporánea; mas, para sentirme feliz respecto de ella,
debo saber conscientemente por qué me desagrada. De otro modo,
permanecerá en mi mente como algo inconcluso.
Esto no resuelve el problema del aficionado a la
música de buena voluntad que dice: ¨Me agradaría gustar de estas cosas
modernas, ¿pero qué hago?¨. Bueno, la verdad desnuda es que no existen
fórmulas mágicas, ni atajos que tornen lo no familiar cómodamente
familiar. No existe otro consejo aparte de éste; relájese -esto es de
importancia fundamental- y luego escuche las mismas obras el número
suficiente de veces como para que realmente cobren importancia.
Afortunadamente, no toda la música nueva debe ser clasificada como
difícil de comprender. Una vez tuve la oportunidad de clasificar a los
compositores contemporáneos en categorías de acuerdo con la dificultad
relativa de sus obras, desde los más fáciles hasta los realmente muy
difíciles, y un número sorprendente de compositores entró dentro de la
primera. De los compositores cuyas obras son problemáticas, los
cultivadores de la música dodecafónica son los más difíciles de
comprender, pues su abandono de la tonalidad constituye un rudo golpe
para los viejos hábitos auditivos. Ninguna otra fase de la nueva música
-ni siquiera la violencia de la expresión, el contrapunto disonante, o
las formas no usuales- ha ofrecido la plataforma tambaleante de la
pérdida de la tonalidad central. Lo que Arnold Schönberg inició en la
primera década de nuestro siglo, pasando de sus obras de tonalidad
deliberada a sus plenamente propios fundamentos del arte musical. Por
eso no es de extrañar que todavía se encuentre en proceso de ser
gradualmente absorbido y digerido.
La cuestión que todavía aguarda respuesta es si la
música dodecafónica de Schönberg constituye el camino hacia el futuro, o
si es, simplemente, una fase transitoria. Por desdicha, esta cuestión
debe permanecer como una pregunta sin respuesta, pues en el territorio
de las artes no existen pronósticos garantizados. Todo lo que sabemos es
que los compositores llamados ¨difíciles¨ a veces se han visto sujetos a
notables, revisiones de opinión. Un ejemplo reciente es el caso de Béla
Bartók. Ninguno de nosotros los que conocíamos su música en la época de
su muerte, acaecida en 1945, podía haber pronosticado el repentino
surgimiento de interés que se ha despertado por su obra, y su actual
difusión mundial. Habríamos pensado que su lenguaje musical era
demasiado ¨duro¨, demasiado insistente, demasiado sutil y exento de
compromiso para retener la atención de los más amplios auditorios. Y,
sin embargo, quedó demostrado que estábamos equivocados. Directores y
ejecutantes sé apoderaron de sus obras en lo que debe de haber sido el
momento propicio, un momento en que el gran público estaba preparado
para esta clase de vitalidad rítmica, para su apasionado y desesperado
lirismo, para su extraordinario don de organización que perfeccionaba la
forma total de un movimiento, mientras mantenía todos los detalles más
pequeños relacionados con el discurso principal. Cualesquiera que sean
los motivos, el caso Bartók demuestra que, en nuestros hábitos
auditivos, existe un inconsciente proceso evolutivo en marcha,
responsable de la súbita conciencia y comprensión que se observan en
ellos.
Uno de los aspectos que más atraen a quienes se
preocupan por la nueva música radica en el posible descubrimiento de
obras importantes creadas por la generación más joven de compositores.
Ciertos patrocinadores, algunos editores y directores de orquesta, y
menos frecuentemente ciertos viejos compositores, han demostrado una
tendencia marcada hacia lo que crean las generaciones más noveles. Por
ejemplo, Franz Listz exhibió singular percepción para advertir a los
compositores maduros, mientras se hallaban en su estado embrionario. En
su época, estuvo en contacto y alentó los esfuerzos de músicos
nacionalistas como Grieg, Smetana, Borodine, Albéniz y nuestro Edward
McDowell. El crítico francés Sainte-Beuve, escribiendo respecto de esa
época y refiriéndose al descubrimiento de jóvenes talentos, dijo: ¨No
conozco placer más agradable para un crítico que comprender y describir a
un talento joven en toda su frescura, sus cualidades francas y
primitivas, antes de, que sean pulidas por cualesquiera elementos
adquiridos y quizás manufacturados¨.
Los típicos músicos jóvenes de hoy aparecieron en
la escena durante los años de posguerra. Al proponer un nuevo ideal
musical, trastornaron a sus mayores en la forma tradicional. Exigieron
una música cuya elaboración fuese absolutamente fiscalizada en todos sus
detalles. Escogieron como héroe a un alumno Y discípulo de Schönberg:
Anton Webern, cuyas obras avanzadas eran, en muchos sentidos, una
aplicación más lógica y menos romántica de los principios dodecafánicos
schönbergianos. Inspirados en la música curiosamente original y
raramente ejecutada de Webern, todos los elementos de la composición
serían puestos bajo rigurosa fiscalización. No sólo las series de tonos y
sus armonías resultantes, sino hasta los ritmos y la intensidad
recibirían el tratamiento dodecafónico. La Música que produjeron,
admirablemente lógica en el papel, al ser ejecutada produce una
impresión bastante fortuita. Recuerdo perfectamente mis primeras
reacciones al escuchar ejemplos de las últimas producciones de estos
músicos jóvenes, pues entonces tomé notas de ellas. Permítaseme leer
algunos breves fragmentos: Uno recoge la idea de que estos muchachos
están comenzando de nuevo desde el principio, con el tono y la sonoridad
separados. Las notas están sembradas como disjecta membra; se advierte a
un fin de la continuidad en el viejo sentido y un fin de las relaciones
temáticas. En esta música, se espera escuchar lo que ocurrirá luego,
sin brindarnos la menor idea de lo que realmente ocurrirá, o por qué lo
que sucedió lo hizo una vez sucedido. Quizá se pueda decir que la
moderna pintura de Paul Klee ha invadido la nueva música. Yo la
describiría como la falta de vinculación de los tonos no relacionados
-por así decirlo-. Nadie sabe en realidad adónde llegará, y tampoco yo
lo sé. Sin embargo, una cosa es segura. sea lo que fuere que piense el
oyente, es, sin duda, la música más frustratoria que jamás se haya
colocado sobre el atril de un ejecutante.
Desde que escribí esas notas, algunos de los
compositores europeos más jóvenes se han bifurcado hacia los primeros
experimentos en el campo de la música producida electrónicamente. Para
ella no se requieren ejecutantes, ni instrumentos musicales, ni
micrófonos. Pero el compositor debe estar capacitado para grabar en
cinta magnetofónica e imprimir en ella vibraciones electromagnéticas.
Quienes han oído grabaciones de recientes composiciones electrónicas,
estoy seguro de que estarán de acuerdo en que, en este caso, deberemos
ampliar nuestro concepto respecto de lo que hay que incluir bajo la
denominación de placer musical. Tendrán que considerar zonas de sonido
hasta ahora excluidas de los esquemas musicales. Y, ¿por qué no? Frente a
tantos postulados del hombre sujetos de revisión, ¿cómo puede esperarse
que la música continúe siendo la misma? Sea lo que fuere que pensemos
de sus esfuerzos, estos jóvenes experimentadores evidentemente necesitan
más tiempo para ser juzgados; carece de sentido intentar una evaluación
antes de que hayan explorado más profundamente el nuevo terreno.
Algunos nombres deben traerse a primer plano: en Alemania, Karlheinz
Stockhausen; en Francia, Pierre Boulez; y en Italia, Luigi Nono y
Luciano Berio. Lo que ellos han compuesto suscitaron polémicas,
publicaciones, patrocinos radiofónicos en el exterior, cónclaves
anuales, pero no tumultos. La reacción violenta de los años 1910-1920,
frente a la entonces nueva música de Stravinsky, Darius Milhaud y
Schönberg, aparentemente no sé repetirá muy pronto. Todos hemos
aprendido algunas cosas respecto de la recepción de golpes, musicales y
de los otros. El golpe puede haber desaparecido, pero el desafío
permanece, y si nuestro amor por la música es todo lo amplio que debe
ser, habrá que desear enfrentarlo con la cabeza erguida.
Apenas parece posible terminar una conversación
sobre los placeres musicales, en una universidad norteamericana, sin
mencionar la palabra ritualística: jazz. Pero, alguien se sentirá seguro
para preguntar si el jazz es serio. Temo que es demasiado tarde para
molestarse con esta cuestión, puesto que el jazz, serio o no, está muy
entre nosotros, y es evidente que produce placer. La confusión surge,
según creo, del intento de hacer que el jazz cubra zonas expresivas más
amplias que aquellas a las que naturalmente pertenece. El jazz no
produce lo que logra la música ¨culta¨, ni en el radio de su
expresividad emocional, ni en el de la profundidad de sentimiento, ni en
la universidad de su lenguaje. (Posee, sí, universalidad de atracción,
la cual no es lo mismo). Por otra parte, el jazz produce lo que la
música ¨culta¨ no puede lograr: sugerir un coloquialismo del lenguaje
musical que es naturalmente delicioso, una especie de sentimiento
actual, menos durable que el de la música ¨clásica¨, quizá, pero con una
actualidad y una vibración que los oyentes de todo el mundo encuentran
regocijante.
Personalmente, me gusta el jazz libre y sin trabas,
así como tan alejado del producto comercial común como sea posible.
Afortunadamente, cuando más progresistas, los hombres del jazz me
parecen cada vez menos refrenados por los convencionalismos de su
lenguaje musical; tan poco refrenados que, en realidad, parecen
encabezar nuestra marcha. Con ello quiero significar que las libertades
armónicas y estructurales de la reciente música ¨seria¨ ha ejercido una
influencia tan considerable sobre los compositores de jazz más jóvenes
que progresivamente se ahonda la dificultad de mantener divididas con
claridad las categorías del jazz y de lo que no es jazz. Porque en la
actualidad, se está desarrollando un cruce fertilizante de nuestros dos
mundos que promete, para el futuro, una rara síntesis. Nosotros, los del
lado ¨serio¨, envidiamos el virtuosismo del instrumentalista de jazz,
en particular su habilidad para improvisar con libertad, y a veces en
forma espectacular, sobre un tema dado. Por otro lado, de los hombres
del jazz parece haberse apoderado una nueva seriedad; parecen explorar
flamantes combinaciones instrumentales y atrevidos diseños armónicos, y
van tan lejos como para abandonar la famosa marcación del jazz que
mantiene juntos todos sus elementos dispares para considerar problemas
formales bien distantes de las regularidades simétricas impuestas en el
género de épocas anteriores. En general, la escena del jazz es animada,
muy animada, y distante en más de medio siglo desde que Debussy sé
inspiró en antecedentes jazzísticos para escribir Golliwog's Cake-walk.
Hasta ahora, espero haber dicho lo suficiente para
persuadir al lector de la amplitud del placer musical que aguarda al
oyente bien dotado. El arte musical, sin un tema específico y con poco
específico sentido, es, sin embargo, un bálsamo para el espíritu humano;
no es un refugio, ni una huida de la realidad de la vida, sino un
puerto en el cual uno toma contacto con la esencia de la existencia
humana. Yo, por mi parte, extraigo sustancia de la música como uno
podría absorberla en una fuente. Invito a todos ustedes a que participen
de ese placer.
CAPÍTULO SEGUNDO
LA CREACIÓN EN LOS ESTADOS UNIDOS (2)
El espíritu creador, tal como se manifiesta en
nuestro país, es, seguramente, un tema apropiado para tratar ante esta
academia e instituto, dedicados, como lo están, al ¨fomento de la
literatura y de las bellas artes en los Estados Unidos¨. Ya sabemos que
el acto de creación es un hecho capital en el proceso de la vida. El
acto creador viene de muy lejos en el tiempo; te ha efectuado y continúa
efectuándose en toda las comunidades humanas y en todos los niveles del
desarrollo de la humanidad, de modo que, ahora, posee una significación
casi hierática, una significación similar a la de la experiencia
religiosa. Una civilización que no produce artistas creadores es
enteramente rústica o está absolutamente muerta. Un pueblo maduro
experimenta la necesidad de dejar trazos de su carácter esencial en
obras de arte, pues, de otra modo, falta un poderoso incentivo en la
voluntad de vivir.
En la vida de un hombre y de un país, ¿qué
significa, exactamente, la creación? En primer término, el acto creador
afirma al individuo y le otorga valor y a través de el, lo otorga,
también, al país del que forma parte. El individuo creador pone de
relieve su más profunda experiencia, resume esa experiencia y establece
una cadena de comunicación con sus congéneres sobre una base mucho más
profunda que cualquier otra cosa conocida por el mundo práctico. La
experiencia del arte depura las emociones; a través de ella tocamos la
fiereza de la vida y su básica intratabilidad, y, por medio de ella nos
acercamos en lo más al acto de imprimir a un material esencialmente
intratable algún grado de permanencia y de belleza.
El hombre que vive la vida creadora en el mundo de
hoy es, a pesar de sí mismo, una figura simbólica. Dondequiera que pueda
estar, o sea lo que fuere que pueda decir, es, en su propia mente, la
encarnación del hombre libre. Porque debe sentirse libre para actuar en
forma creadora, toda vez que, en la medida en que proceda de acuerdo con
sus propios gustos, creará obras significativas. Debe tener el derecho
de protestar, o aun de vilipendiar su propia época si cree conveniente
hacerlo, así como la posibilidad de entonar sus alabanzas. Por sobre
todo, nunca debe abandonar la facultad de estar equivocado, pues el
creador debe siempre ser instintivo y espontáneo en sus impulsos, lo
cual significa que puede aprender tanto de sus errores como de sus
realizaciones satisfactorias. No quiero sugerir que el artista carezca
de frenos de cualquier naturaleza. Pero la disciplina del artista es una
disciplina madura, pues es autoimpuesta y actúa como estímulo de su
mente creadora.
Las personas dotadas de facultades creadoras,
cuando se juntan, raramente hablan de estas cuestiones como yo lo hago
ahora. Las dan por sentado, pues son simplemente los ¨hechos de la vida¨
para el artista en actividad. En realidad, el creador vive en un mundo
más intuitivo que el del conscientemente ordenado que yo he descrito
aquí. Tiene conciencia, no tanto de las implicaciones humanas y
estéticas de la obra redondeada y terminada, como de las imperfecciones
de la obra en proceso de elaboración. Paul Valéry decía que un artista
nunca termina su obra, sino que, simplemente, la abandona. Pero, por
supuesto que, cuando uno la abandona, es con el objeto de comenzar de
nuevo con otra. Por consiguiente, el artista vive en un constante estado
de autodescubrimiento, creyendo tanto en el valor de su obra como en su
perfectibilidad. Como hombre libre, establece un ejemplo de
persistencia y cree que otro hombre haría bien en pensar con particular
cuidado, especialmente en un mundo confundido y dominado por las
autodudas.
Todo esto es probablemente elemental para los
miembros de esta distinguida comunidad de creadores. Pero lo que pienso
es si resulta correcto suponer que es, asimismo, ¨infantil¨ para la
generalidad de nuestros conciudadanos. ¿Capta realmente, el término
medio de los norteamericanos, el concepto implicado en el vocablo
¨creación¨? ¿Los artistas de los Estados Unidos han logrado penetrar -es
decir, en el sentido más profundo- en la mente del país? En realidad,
lo dudo seriamente. Algunos de mis amigos me dicen que no existen
circunstancias especiales que rodeen la idea de creación en nuestro
país, y que mi tema- la creación en los Estados Unidos no tiene sentido,
pues la creación es idéntica en todas partes. Pero mi observación y mi
experiencia me han convencido de dos cosas: primero, que la noción del
hombre creador desempeña aquí un papel menos importante que en otros
países, y, segundo, que es particularmente necesario que nosotros, los
artistas de los Estados Unidos, aclaremos a nuestros compatriotas el
valor asignado en todas latitudes a la idea de la personalidad creadora.
Los orígenes de la actitud norteamericana hacia la
creación son bastante comprensibles. Somos los herederos de un pueblo
colonial, y a causa de que, durante largo tiempo, importamos riquezas
culturales de allende el mar, para los estadounidenses se convirtió en
tradicional el hecho de jugar al arte como algo adquirido en el
exterior. Por fortuna, existen signos de que esta idea se diluye
lentamente, quizás para siempre, juntamente con otros preconceptos del
siglo XIX acerca del arte en los Estados Unidos. Sin embargo, los
europeos parecen intentar la perpetuación de este mito. Cuando, estuve
en el exterior, en 1951, me percaté de cierta renuencia, por parte de
los amantes de la música, hacia la creencia de que los Estados Unidos
eran capaces de producir obras de primera categoría en el campo de la
música. De ello parecía deducirse que era inadmisible que un país dotado
de potencia industrial y científica, al mismo tiempo tuviera la
potencialidad del desarrollo cultural. En todo momento señalé que,
precisamente porque sólo la habilidad comercial y científica resultan
insuficientes para justificar una civilización, era doblemente necesario
para países como los Estados Unidos, demostrar que es posible, al mismo
tiempo, producir, juntamente con comerciantes y hombres de ciencia,
artistas creadores que puedan continuar la tradición cultural de la
humanidad.
El crítico musical británico Wilfrid Mellers
dramatizó el papel crucial que los Estados Unidos deben desempeñar en
ese sentido, cuando escribió que la creación de una vital música
norteamericana (podía haber escrito poesía o música norteamericanas). es
inseparable de la continuidad de la civilización. Supongo que se podría
emplear una frase menos grandiosa y decirlo en esta forma: crear una
obra de arte en una comunidad no industrial y en un ambiente sencillo,
resulta un hecho relativamente no problemático. Así, el campesino
empobrecido, carente de todas las distracciones de la moderna vida
urbana, talla algo en un trozo de árbol o teje un diseño en una tela.
Luego viene alguien y le dice: ¨¡Caramba!, esto es arte, debemos
llevarlo al museo¨. Una situación en contraste con la anterior, aunque
análoga, se obtiene en un país como Francia. Allí, durante muchos
siglos, se ha establecido una dilatada tradición de realizaciones
culturales; por eso no resulta sorprendente que una nueva generación
pueda llevarla adelante a través de la creación de nuevas obras de arte.
La creación, en semejante ambiente, no requiere demasiada imaginación.
Pero, en una civilización como la nuestra, dotada de pocos conceptos
tradicionales y con muchas fuerzas en conflicto, cada generación debe
reafirmar la posibilidad de la coexistencia del industrialismo y la
actividad Creadora. Es como si cada artista tuviera que volver a
inventar por sí mismo el proceso creador y luego aventurarse a encontrar
un auditorio lo suficientemente sensible como para captar algún indicio
de lo que él experimentó en primera instancia.
Digo esto con cierta dosis de sentimiento personal,
como nativo del otro lado del East River, que creció en un ambiente que
difícilmente podría ser descripto como artístico. Mi descubrimiento de
la música y de las artes con ella vinculadas fue el desenvolvimiento
natural de un impulso interior. Comprendo que no puede esperarse que
todos los amantes del arte posean el tipo de penetración en el contacto
con sus expresiones que es típica del artista en ejercicio de su
profesión. Lo que me parece importante no es que todos nuestros
ciudadanos comprendan el arte en general, o aun el arte que nosotros
mismos creamos, sino que conozcan plenamente la fuerza civilizante que
presenta la obra de arte; civilizante fuerza que se necesita con
urgencia en nuestro tiempo. No temo que el arte sea aplastado en los
Estados Unidos, lo que temo es que no sea lo suficientemente advertido
como para que importe.
¿Ouíén tiene la culpa de que el artista cuente tan
poco en la preocupación del público? ¿Siempre ha sido así? ¿Existe,
quizá, algo equivocado en la naturaleza del arte que se crea en Estados
Unidos? ¿Es deficiente nuestro sistema de educación en su actitud hacia
el producto artístico? ¿Deben nuestros gobiernos estatales y federal
tener mayor injerencia en el desarrollo cultural de los ciudadanos?
Comprendo que formuló más preguntas de las que
posiblemente puedan tratarse en un discurso tan breve. No cabe duda de
que la pregunta más sujeta a controversias es la de la injerencia de los
gobiernos en las artes. En esta cuestión el problema central radica en
si las artes y los artistas deben ser nutridos, o si es más saludable
dejarlos que se alimenten por sí mismos. Para ambos aspectos de esta
cuestión podrían elaborarse argumentos convincentes. En los Estados
Unidos, la nutrición de las artes se ha efectuado, tradicional mente,
merced a fondos privados más bien que públicos. Este tipo de patrocinio,
que sirvió regularmente bien al país en épocas pasadas, en la
actualidad se está convirtiendo, cada año, en más inadecuado, por
razones que son obvias para todos nosotros. También es clara la
creciente tendencia de la injerencia del gobierno. Y todo señala la
eventual admisión del principio en disputa, es decir, el de que nuestro
gobierno debiera preocuparse activamente por el bienestar del arte y de
los artistas profesionales en los Estados Unidos. En realidad, el
gobierno federal invierte cierta parte de su presupuesto en proyectos
culturales, pero por desdicha, éstos deben siempre ocultarse bajo los
títulos de ¨ educación ¨ o ¨información¨, o aun de ¨defensa nacional¨,
mas nunca como franco apoyo a las artes. Esto debe cambiar.
Pero por favor, no se interprete mal. No pido una
limosna para los artistas de los Estados Unidos. Aun sobre la base de
ese nivel, la Work Progress Administration (3)
a menudo realizó obras valiosas. Mi opinión es que el futuro demostrará
que el gobierno necesita artistas con tanta urgencia como los artistas
requieren el interés del gobierno. He aquí un ejemplo que viene a mi
mente. Nuestro Departamento de Estado, en una iniciativa relativamente
reciente, estableció más de ciento cincuenta centros culturales a través
del mundo y depositó en ellos libros, partituras musicales, discos
fonográficos y pinturas norteamericanas, así corro materiales
educacionales y científicos. (Dicho sea de paso, es estimulante observar
uno de estos centros culturales en acción, como lo hice en Roma,
Tel-Aviv y Río de Janeiro; observar un salón repleto de gente joven
tomando contacto con intelectuales norteamericanos a través, de sus
libros, sus pinturas y su música). El gobierno adquiere los materiales
necesarios para estos centros y los distribuye en el exterior. Sólo
falta un paso más para convencer al gobierno de que si el producto
terminado se necesita, y es digno de ser adquirido, algo debiera hacerse
para estimular la creación del producto mismo, en lugar de dejarlo
enteramente librado a la casualidad fortuita de que algunos artistas
provean lo que se necesita.
No me cabe duda de que algunos de ustedes pensarán
qué decir respecto de los peligros de la fiscalización burocrática de
las artes y si vale la pena correr el riesgo. Personalmente, creo que
sí. La experiencia europea y latinoamericana en este sentido es, sin
duda, digna de tenerse en cuenta. Los subsidios a las artes en estos
países alcanzan con frecuencia una sorprendente generosidad. Y han
continuado durante los períodos de tirantez económica, de guerras y
cambios de régimen. En más de una oportunidad he oído quejas acerca del
comportamiento dictatorial de un ministerio de educación, u objeciones
en cuanto al fracaso académico producido por una sala de ópera
patrocinada por el Estado. Pero nunca he oído a nadie, en países
extranjeros, sostener que el sistema de subsidio a las artes por parte
del Estado deba abandonarse por los peligros que entraña. Muy por el
contrario: nos miran como seres extraños por permitir una política
laissez-aller en relación con el arte norteamericano. Con seguridad, en
una democracia en que cada gobierno elegido constituye unpeligro
calculado, debiéramos estar inclinados a desear una solución por lo
menos tan feliz como la lograda en el extranjero. La fiscalización
burocrática del artista en un régimen totalitario es una cosa que
espanta; pero en una democracia podría ser posible idear un apoyo
liberal de las artes, a través de los fondos del gobierno, sin ningún
resultado permanentemente deplorable.
Todo esto no carece de vinculación con mi principal
afirmación de que el artista y su obra no cuentan suficientemente en
los Estados Unidos del siglo XX. Con frecuencia, la gente tiende a
reflejar las actitudes de la autoridad constituida. Nuestro pueblo
mostrará más preocupación por el bienestar del arte en los Estados
Unidos.
Esto ha sido admirablemente demostrado en nuestro
sistema educacional con respecto a la enseñanza musical de nuestra
juventud. En una generación, con un cambio de actitud por parte de los
profesores, todo el panorama de la música en las escuelas ha sido
alterado, de manera que hoy poseemos orquestas sinfónicas y coros de
jóvenes que sorprenderían a nuestros colegas europeos, si supieran de su
existencia. Sin embargo, no puedo afirmar honestamente que los jóvenes
que cantan y ejecutan instrumentos tan bien, hayan sido guiados a tomar
sino una actitud convencional respecto de los creadores cuya música
interpretan. Falta un vital eslabón de unión, un eslabón que nos
permitiría transformar un respeto puramente superficial en una vívida
comprensión de la idea que rodea a la creación. De alguna manera, tarde o
temprano, deberá llenarse el vacío de comprensión no sólo con respecto a
la música, sino acerca de todas las artes. De alguna manera deberá
alentarse la realidad significativa para toda la comunidad, del creador
como persona. En nuestro país, la creación depende, en parte, de la
comprensión de todo el pueblo. Cuando se la comprenda como actividad de
hombres libres e independientes, resuelta sobre la reflexión y la
síntesis de nuestro tiempo en obras hermosas, el arte entrará en los
Estados Unidos en su fase más importante.
CAPÍTULO TERCERO
LA MÚSICA COMO UN ASPECTO DEL ESPÍRITU HUMANO (4)
Como parte de la celebración del bicentenario de la
Universidad de Columbia, se me ha pedido que improvise sobre el tema de
la música como un aspecto del espíritu humano¨. Creo que la mayor parte
de los compositores estarán de acuerdo en que cada nueva composición
constituye una especie de improvisación planeada sobre un tema. Cuanto
más amplio el tema, más arduo resulta llevarlo a su más completa
conclusión. El tema de hoy es realmente amplio. Estuve muy cerca de
carecer del valor para enfocarlo, hasta que me golpeó la idea de que,
como compositor, estoy ocupado todos los días, precisamente, con este
tema., la expresión, por la vía de la música, de una básica necesidad
del espíritu humano. Para un espectador casual, cuando escribo una
partitura, puedo no estar haciendo más que colocar pequeñas marcas
negras sobre un papel pautado. Pero en realidad, si ahora dejo de pensar
en ello, me preocupo por una de las realizaciones humanas
verdaderamente únicas: la creación de una música artística. En realidad,
yo me he preocupado por ella durante más de treinta años, sin disminuir
mi sentido de humildad ante la majestad del poder expresivo de la
música, ante su capacidad para poner de relieve un recurso profundamente
espiritual de la humanidad.
Mi tema de hoy es tan inmenso que resulta difícil
saber por dónde asirlo. Para empezar por el comienzo, ¿podemos decir qué
es la música? Una y otra vez se ha formulado esta pregunta. Las
respuestas brindadas nunca parecen enteramente satisfactorias a causa de
que las fronteras de la música son excesivamente dilatadas y sus
efectos demasiado complejos para ser contenidos dentro de una sola
definición. El simple hecho de describir su impacto físico en nosotros
no es muy fácil. Por ejemplo, ¿cómo emprendería la descripción del arte
de la música para un sordomudo? Hasta hablar del efecto de una simple
nota, en contraposición con un acorde aislado, es bastante difícil.
Pero, ¿cómo se puede abarcar en forma adecuada la descripción de toda
una sinfonía? Todo lo que sabemos es que, por alguna inescrutable razón,
la mayor parte de los seres humanos vibra favorablemente ante sonidos
de altura establecida cuando están organizados en forma coherente. Estos
sonidos o notas, cuando los engendra un instrumento, o la voz humana,
individualmente o en combinación, producen una sensación que puede ser
profundamente conmovedora o simplemente agradable, o aun, a veces,
irritante. Cualquiera que sea la reacción, la música que realmente se
escucha rara vez deja indiferente al oyente. Los músicos reaccionan con
tanto vigor ante las sensaciones musicalmente producidas que ellas se
convierten en una necesidad de la vida cotidiana.
Al decir tanto, por supuesto que he dicho muy poco.
No se puede decir más lo que es la música de lo que se puede decir
respecto de lo que es la vida misma. Pero si la música está más allá de
toda definición, quizá podamos esperar elucidar en qué forma el arte de
la música es expresivo del espíritu humano. Con espíritu cuasi
científico, permítaseme considerar, si puedo, lo que hago cuando
compongo. La propia idea es un poco extraña, porque difícilmente es
posible observarse al componer. La sanción por hacerlo es el peligro de
perder la continuidad de nuestro pensamiento musical. Y sin embargo, no
puede afirmarse que cuando compongo estoy elaborando pensamientos
precisos, en el sentido usual de ese término. Tampoco ando a tientas
sobre concepciones en abstracto. En cambio, me parece estar absorbido en
una esfera de emociones refinadas. Subrayo la palabra refinadas, pues
estas emociones no son en absoluto vagas. Es importante captar este
hecho. No son vagas porque se presentan en la mente del compositor como
ideas musicales determinadas. Desde el instante de su nacimiento, poseen
identidad específica, pero es una identidad que está más allá de las
posibilidades de la palabra para contenerla o circunscribirla. Estas
ideas germinales, o pensamientos musicales refinados, como yo los
denomino, parecen comenzar su propia vida, pidiendo al creador, al
compositor, que encuentre la envoltura que las encierre, que encierre
una forma, un color y un contenido que explote en la forma más completa
su potencia creadora. En este sentido, la más profunda aspiración del
ser humano está corporizada en una trama diáfana de materiales sonoros.
¿No resulta curioso que una sustancia tan amorfa e
intangible como es el sonido pueda tener semejante significación para
nosotros? El arte musical demuestra la habilidad del hombre para
trasmutar la sustancia de su experiencia cotidiana en un cuerpo de
sonido que posee coherencia, dirección y flujo, desenvolviendo su propia
vida en una forma significativa y natural en tiempo y en espacio. Como
la vida misma, la música nunca termina, pues siempre puede ser recreada.
Por eso los más grandes momentos del espíritu humano pueden deducirse
de los más grandes momentos de la música.
A esta altura de mi exposición, se me ocurre pensar
en qué forma la música difiere de las otras artes en su afirmación del
espíritu humano. ¿Es más o menos intelectual que la literatura o las
artes plásticas? ¿Existe simplemente para ablandar el corazón humano, o
nuestras mentes deben comprometerse primariamente en su captación? Me
interesó la lectura de un fragmento de Principios de psicología, de
William James, que indica que el filósofo norteamericano temía mucho
que, entregarse a la música, ejerciera un efecto debilitante en el
oyente pasivo. Supongo que no hablaba muy seriamente, pues sugiere, como
remedio, que ¨nuestro ser no sufra nunca una emoción en un concierto
sin expresarla después de alguna manera activa, tal como ceder su
asiento a una dama en el subterráneo¨. Excluye de este efecto enervante
de la música a los ejecutantes o a quienes, tal como él dice, están
suficientemente bien dotados en el ámbito de la música como para
captarla en forma intelectual. He aquí una idea que ha cobrado mucha
vigencia. Pero, en realidad ¿las personas musicalmente dotadas toman la
música en forma puramente intelectual? Es indudable que la mayoría no lo
hace. Toman la música como lo hacen todos los demás: con indiferencia;
su conciencia de la música, en sus propios términos, es mayor, quizá,
que la de los oyentes, pero esto es todo.
Como las demás artes, la música está destinada a
absorber por completo nuestra atención mental. Su carga emocional está
embebida en una textura provocativa, de manera que uno debe estar listo
para, en una advertencia instantánea, prestar atención dondequiera que
sea mas requerida, con el objeto de no perderse en un mar de notas. La
mente consciente sigue gozosamente la vigilia de la invención del
compositor, que juega con los temas como con una pelota, separando los
detalles importantes de los no trascendentes; cambiando el curso con
cada cambio de la inflexión armónica; reflejando sensitivamente cada
nueva modulación del color de la paleta instrumental más sutil. La
música exige una mente alerta, de capacidad intelectual, pero está lejos
de ser un ejercicio intelectual. La celebración musical como juego por
el propio juego puede fascinar a una pequeña minoría de expertos o de
especialistas, pero no tiene auténtica significación, salvo que sus
patrones rítmicos y sus diseños melódicos, sus tensiones armónicas y sus
timbres expresivos penetren las capas más profundas de nuestra mente
subconsciente. En realidad, la inmediación de esta unión de mente y
corazón, esta verdadera fusión de la cerebración musical dirigida hacia
un fin emocionalmente intencional, es lo que tipifica al arte de la
música y lo torna distinto de las demás artes.
El poder de la música es tan grande y, al mismo
tiempo, tan directo que la gente tiende a pensar en ella en forma
estática, como si siempre hubiera sido lo que hoy sabemos que es. Apenas
resulta posible comprender cuán extraordinaria ha sido la marcha de la
música occidental, sin considerar brevemente sus orígenes históricos.
Los musicólogos nos cuentan que la música de la antigua Iglesia
cristiana era monódica, es decir, era música de una sola línea melódica.
Su mejor fruto fue el canto gregoriano. Pero piénsese en el
atrevimiento que exigió a los compositores el intento de escribir música
dotada de más de una parte. Esta nueva concepción comenzó a imponerse
hace alrededor de mil años, y, sin embargo, lo maravilloso de ella
todavía es motivo de admiración. Nuestra música occidental difiere de
todas las demás principalmente en un aspecto nuestra habilidad para
escuchar y gozar de una música cuya textura es polifónica: una ejecución
simultánea de líneas melódicas contrapuntísticas independientes y, al
mismo tiempo, interdependientes. Fascinante resulta seguir el lento
desarrollo del pensamiento musical en el nuevo idioma contrapuntístico.
Entre paréntesis, debería yo agregar que nosotros, las personas de la
actualidad, a causa de la gran libertad rítmica y armónica, estamos en
mejor posición que nuestros predecesores para apreciar las
originalidades de estos antiguos compositores. Del atrevimiento
experimental de los primeros contrapuntistas -cuya música posee humor y
carácter, juntamente con una cierta rigidez y desmaña- nacieron las
riquezas musicales del Renacimiento. La expresividad musical se
desarrolló en profundidad y variedad, en gracia y encanto. Hacia el año
1600 se alcanzó la cumbre en las obras maestras de la música sacra,
vocal e instrumental, del continente europeo. Nótese que esto fue cíen
años antes de que Bach tomara la pluma. De esta música polifánica, vocal
e instrumental, se desarrolló gradualmente la ciencia de la armonía tal
como hoy la conocemos. Fue un fenómeno natural, resultante del hecho de
que las líneas melódicas independientes, cuando se ejecutan juntas,
producen acordes.
Luego sucedió lo inesperado. Estos acordes
resultantes, o armonía, cuando se organizaron en forma adecuada,
comenzaron a gozar de una vida autónoma. El esqueleto de las
progresiones armónicas se fue tornando cada vez más significativo como
una fuerza generatriz, hasta que la propia polifonía se vio forzada a
compartir su hegemonía lineal con las implicaciones verticales de las
armonías de base. Johan Sebastian Bach, ese gigante entre los
compositores, resumió este gran momento de la historia musical merced a
la mancomunión perfecta del patrón polifónico y del impulso armónico. El
progreso subsiguiente del desarrollo de la música es demasiado bien
conocido para requerir ser narrado aquí nuevamente. Sin embargo, siempre
debemos tener presente que la gran época de la música no comenzó con
Bach, y que, después de él, cada nueva etapa ha traído su propio enfoque
particular en el ámbito de la composición. El resumen de la obra de
Bach apresuró la llegada de un, estilo más límpido y vívido en la época
de Haydn y Mozart. A los maestros vieneses los siguieron, a su vez, los
fervorosos románticos del siglo XIX, y los últimos cincuenta años han
traído una reacción antirromántica y una mayor ampliación de todas las
fases de los recursos técnicos.
La preocupación por nuestro extraordinario pasado
musical no debe cegarnos ante el hecho de que el mundo no occidental
está saturado de una gran variedad de idiomas musicales, muchos de ellos
en agudo contraste con el maestro. Los excitantes ritmos de los
tamboreros africanos; el canto sutil y melodramático del Cercano
Oriente; los estrepitosos conjuntos de Indonesia; la increíble sonoridad
nasal de la música de China y de Japón, todos éstos, y muchos otros,
son formas tan distintas de nuestra música occidental como para
desvanecer cualquier esperanza de una rápida comprensión de ellas. Sin
embargo, nosotros entendemos que ellas, cada una en su propia forma,
reflejan, musicalmente, apreciables aspectos de la conciencia humana.
Sin razón de ser, nos empobrecemos espiritualmente al hacer tan poco por
lograr un acercamiento entre nuestro arte y el de ellos.
Del mismo modo, nos empobrecemos, también, al
circunscribir tanto nuestro interés estético a un período relativamente
restringido de nuestra historia musical. Una abrumadora cantidad de
música que escuchamos con reiterada frecuencia proviene sino de más de
doscientos años de creación musical, principalmente de los siglos XVIII y
XIX. En muchas de las otras artes hermanas de la música no existe
semejante situación, ni sería tolerada. Como todas las artes, la música
posee un pasado, un presente y un futuro, pero, contrariamente a otras
artes, el mundo de la música sufre los efectos de un aislamiento
especial: un interés desproporcionado por el pasado y, por agregado, un
pasado muy limitado. La gente parece pensar que el futuro de la música
es su pasado. Esto produce, como corolario, una penosa falta de
curiosidad en cuanto a su presente y un desconsiderado desprecio por su
futuro.
La cuestión de esta actitud del público hacia el
arte de los sonidos se ha tornado crucial en una época en que el interés
general por la música ha extendido sus fronteras más allá de las
esperanzas de los más optimistas. Desde el advenimiento de la
radiodifusión de la música ¨ seria ¨ la expansión de la industria
fonográfica, las estilizadas partituras para películas y los programas
de ópera y de ballet lanzados por televisión, se está operando una
verdadera revolución en los hábitos de los oyentes. La música ¨culta¨ ya
no es competencia de una pequeña elite. Nadie ha tomado aún la medida
plena de esta gradual transformación de los últimos treinta años, o
calculado sus ganancias y sus riesgos para la causa de la música. Obvias
son las ganancias; los riesgos provienen del hecho de que a millones de
oyentes se los orienta hacia la consideración de la música sólo como un
refugio y un consuelo de las tensiones de la vida cotidiana, utilizando
las más grandes obras maestras del arte sonoro como avanzada de defensa
contra lo que sé supone son las incursiones del realismo contemporáneo.
Una capa de convencionalismo gravita pesadamente sobre el horizonte
musical de hoy. Por otra parte, surge una situación peligrosa para el
futuro de la música a través del hecho de que el vigor natural de la
expresión musical de la hora presente está siendo comprometido por esta
implacable acentuación excesiva de la música de los siglos pasados.
Todos los compositores se mueven y actúan dentro de
los límites de sus propias épocas y de sus propias latitudes
geográficas, así como en respuesta a las necesidades de sus auditorios.
Mas, por alguna razón curiosa, los amantes del arte sonoro insisten en
creer que la música demás alta jerarquía tendría que ser a prueba de
tiempo, no afectada por las consideraciones temporales del momento en
que se crea y del sitio en que se la crea. Sin embargo, puede
demostrarse fácilmente lo distante que esa idea está de la realidad. La
música que escribe un compositor torna evidente la experiencia de su
vida, en forma exactamente similar a la de cualquier otra clase de
artista creador, y por consiguiente, está identificada de idéntica
manera con los ideales estéticos del período en que ha sido creada. El
compositor de hoy necesariamente debe tomar en consideración el mundo
actual, y su música, muy probablemente, lo reflejará, aunque más no sea
que en forma negativa. No puede aguardarse que realice una media vuelta
sobre sus talones con el único propósito de tomar contacto con un
auditorio que sólo posee oídos para la música del pasado. Este dilema no
muestra signos de desaparición. En cambio, separa cada vez más a los
compositores de la nueva generación, del público que debiera ser suyo.
¡Cuán paradójica es la situación! Vivimos en una
época que tiene plena conciencia de los medios expresivos de que dispone
el sonido. Las palabras ¨ sónico ¨ y ¨ supersónico ¨ son familiares
para cualquier chico de colegio, y la conversación sobre frecuencias y
decibeles (5) es bastante común. En una época
como ésta, a los compositores, en lugar de buscárselos para que ejerzan
la dirección, se los relega a una especie de existencia marginal en la
periferia del mundo musical. Constituye una estimación justa el hecho de
que siete octavos de la música que se escucha en todos lados es música
de compositores de épocas pasadas. A causa de que la música necesita de
la ejecución pública para prosperar, la actitud apática del público
amante del arte sonoro, hacia las tendencias de la música contemporánea,
ha ejercido un efecto deprimente sobre los compositores de la hora
actual. En tales circunstancias, hay que tener tenacidad y valor para
consagrar la vida a la composición musical.
A pesar de la ausencia de estímulos y de aliento,
los compositores de Europa y de América continúan ensanchando las
fronteras de la exploración musical. La música del siglo XX posee buenos
antecedentes en ese sentido. Se ha mantenido bien al frente de las
otras artes en su búsqueda de nuevos recursos expresivos. El balance
comprendería las siguientes conquistas: primero, una libertad en la
invención rítmica recién descubierta. Las muy modestas exigencias
rítmicas de una época anterior han sido reemplazadas por las
posibilidades de un esquema rítmico mucho más atrevido. La anterior
regularidad de una barra de compás siempre medida ha dejado lugar a una
pulsación rítmica más intrincada, más vigorosa y variada, así como, sin
duda, más inesperada. Más recientemente, ciertos compositores han
ensayado una música cuyo básico principio constructivo sé encuentra en
la estricta fiscalización de los factores rítmicos de la obra. Al
parecer, se ha encarado una nueva especie de lógica puramente rítmica;
pero es demasiado prematuro saber con qué grado de éxito.
En la escritura musical contemporánea, el área de
las posibilidades armónicas también se ha dilatado enormemente. Dejando
atrás los convencionalismos de los tratados, las prácticas armónicas han
establecido la premisa de que cualquiera acorde puede considerarse
aceptable si se lo emplea en forma adecuada y convincente. La
consonancia y la disonancia son considerados meramente como términos
relativos, no absolutos. Los principios de la tonalidad han sido
ampliados hasta un límite casi más allá de su reconocimiento, mientras
que el método dodecafónico de composición los ha abandonado por
completo. Los compositores jóvenes de hoy son herederos de una libertad
tonal que resulta algo tumultuosa, pero, sobre la base de este tumulto,
se escribirán los nuevos tratados. Juntamente con los experimentos
armónicos, se ha producido una revisión de la naturaleza de la melodía,
su alcance, su complejidad en los intervalos y su carácter como
elementos de unión en una composición, en particular con respecto a las
relaciones temáticas. Algunos pocos compositores han propuesto la
concepción no familiar de una música temática, esto es, una música cuyos
materiales melódicos se escuchan una sola vez, pero nunca se repiten.
Todo esto ha surgido como parte de un mayor examen de los principios
arquitectónicos de la forma musical. Ello constituye, claramente, el
resultado final hacía el cual están conduciendo las actitudes más
nuevas. Llevado a su lógica conclusión, ello significa el abandono de
principios constructivos largamente establecidos y una nueva orientación
de la música.
A veces me parece que, al considerar el curso que
quizá tome la música en el futuro, olvidamos un factor predominante: la
naturaleza de los instrumentos que empleamos. ¿No es posible que un día
nos despertemos y nos encontremos los grupos familiares de instrumentos
-bronces, maderas y percusión- reemplazados por la invención de un
instrumento electrónico maestro, dotado de inauditas divisiones
mícrotonales de la aula y posibilidades sonoras totalmente nuevas, todas
bajo la fiscalización directa del compositor, sin la ayuda de un
intérprete-ejecutante? Una máquina semejante emanciparía el ritmo de las
limitaciones del cerebro ejecutante y probablemente formularía
exigencias sin precedentes a la capacidad del oído humano. Difícilmente
puede esperarse que una época que ha roto la barrera del sonido pueda
continuar produciendo los sonidos musicales en la forma tradicional de
sus antepasados. Confieso aquí que es una perspectiva cuya contemplación
resulta un poco aterradora. Porque, en realidad, ésta puede ser la
música del futuro, acerca de la cual Richard Wagner gustaba cavilar.
Pero todo lo dicho pertenece al ámbito de la especulación. Una sola cosa
es cierta: adondequiera que se llegue, el proceso de la música y el
proceso de la vida estarán siempre estrechamente unidos. Mientras el
espíritu humano progrese en este planeta, la música, en alguna forma
viviente. lo acompañará, lo sostendrá y le brindara significado
expresivo.
CAPÍTULO CUARTO
CUATRO MAESTROS
Ante la consideración de Mozart, Paul Valéry
escribió una vez: La definición de la belleza es fácil: es lo que nos
desespera. Al leer esa frase inmediatamente pensé en Mozart.
Desesperación es, admítase, una palabra rara para unirse con la música
del maestro vienés. Y, sin embargo, ¿no es cierto que cualquier cosa
inconmensurable establece en nosotros una especie de desesperación?
Porque no hay manera de asir la música de Mozart. Y esto reza aun para
sus colegas, para cualquier compositor que, siéndolo, siente con derecho
una sensación especial de parentesco, y hasta una alegre familiaridad,
con el héroe de Salzburgo. En última instancia, podemos estudiarlo
detenidamente, disecarlo, maravillarnos o quejarnos de él. Pero, al fin
de cuentas hay siempre algo que no puede asirse. Por eso cada vez que
comienza una obra de Mozart -pienso en las mejores- nosotros los
compositores escuchamos con cierto temor reverente y asombro no exentos
de mezcla con desesperación. Y la admiración la compartimos con todos.
La desesperación proviene de la comprensión de que
sólo este hombre, en ese momento de la historia musical, pudo haber
creado obras que parecen realizadas tan sin esfuerzo y tan cerca de la
perfección. No cabe duda de que la posesión de cualquier rara belleza,
de cualquier amor perfecto, nos colocan ante una inquietud similar.
Mozart poseía una inestimable ventaja comparado con
los compositores de épocas posteriores: trabajó dentro de la
¨perfección de un lenguaje común¨. Sin este lenguaje común el enfoque
mozartiano de la composición y los éxitos que de él resultaron habrían
sido imposibles. Matthew Arnold una vez dijo: durante una época
semejante, ¨se puede descender hacia uno mismo y producir con
naturalidad lo mejor de nuestras ideas y sentimientos, y sin efectos
abrumadores y, en cierto modo, mórbidos, pues, entonces, toda la gente
que nos rodea está haciendo más o menos lo mismo¨. Mucho tiempo ha
transcurrido desde que los compositores del mundo occidental han tenido
tanta suerte.
Por eso percibo cierta envidia mezclada con su
cariñosa consideración por Mozart como hombre y como músico.
Normalmente, los compositores tienden a ser agudamente críticos respecto
de las obras de sus colegas, antiguos y modernos. Pero este hecho no se
da en el caso de otros compositores y Mozart. Una especie de amorfo se
ha venido perpetuando, entre ellos, desde que el prodigio de ocho años
conoció a Johann Christian Bach en Londres. Se enfrió algo durante el
romántico siglo XIX, sólo para renovarse con acrecido ardor en nuestro
tiempo. Un hecho extraño resulta que en el siglo XX han sido los
compositores más complejos quienes más lo han admirado, quizá porque
ellos lo necesitaban más. Busoni dijo que Mozart fue ¨el ejemplo más
perfecto de talento musical que jamás haya existido¨. Richard Strauss,
después de componer Salomé y Elektra, le hizo el cumplido de abandonar
su propio estilo para rehacerlo sobre la base del modelo mozartiano.
Schönberg se llamó ¨alumno de Mozart¨, sabiendo perfectamente que una
declaración semejante, proveniente del padre de la atonalidad, dejaría
atónito. Darius Milhaud, Ernst Toch y una serie de compositores lo citan
una y otra vez como predilecto ejemplo para sus alumnos. En forma
paradójica, parece que, precisamente, los compositores que han dejado la
música más compleja de lo que la encontraron, son los más orgullosos de
que se los incluya entre los discípulos de Mozart.
Yo me cuento entre los más críticos de los
admiradores del gran músico, porque diferencio en mi mente lo meramene
hermoso pero común y lo raramente hermoso de sus obras. (Hasta puedo
lamentar un poco, si se me alienta en forma adecuada, lo excesivamente
extenso de algunas de sus óperas). Mozart me gusta más cuando tengo la
sensación de que lo observo pensar. El proceso del pensamiento de otros
compositores me parece diferente: Beethoven nos coge por la nuca y nos
obliga a pensar con él; por otro lado, Schubert nos hechiza y nos hace
compartir sus pensamientos. Pero el pensamiento lúcido de Mozart posee
una especie de objetividad sensibilizada absolutamente propia; se goza
observándolo en su cuidadosa elección de los timbres orquestales, o
siguiendo la línea melódica mientras huye de su pluma.
En su música, Mozart fue, quizá, el más racional de
los grandes compositores mundiales. Su particular competencia estriba
en el feliz equilibrio entre la fluidez y el ¨control¨, entre la
sensibilidad y la autodisciplina, entre la simplicidad y la elaboración
del estilo. En comparación, Bach parece cargado con las preocupaciones
del mundo y Palestrina, sumido en sus propios intereses. Los
compositores que lo precedieron llevaron la música muy lejos de la
fuente de sus primitivos comienzos, demostrando que, en sus formas más
elevadas, el arte sonoro seria considerado sobre un mismo pie de
igualdad con otras disciplinas estrictas, como una de las mayores
realizaciones.
Sin embargo, Mozart remontó de nuevo la corriente
desde la que fluye toda la música, expresándose con una espontaneidad,
un refinamiento y una imponente exactitud que nunca han sido igualados.
Berlioz, hoy.
Berlioz es el arquetipo del artista que requiere
ser apreciado de nuevo en cada época. Quizá su propia era no pudo verlo
como nosotros. Para su época, constituía un radical intransigente; para
nosotros parece, a veces, casi raro y antiguo. Wystan Auden escribió una
vez: ¨Quienquiera que desee conocer el siglo XIX debe conocer a
Berlioz¨. En realidad, fue la encarnación de su época; por eso no puedo
pensar en otro compositor del siglo pasado a quien más hubiera deseado
conocer. Y, sin embargo, entroncados en su personalidad hay saltos hacia
una época anterior, lo cual tiende a atemperar y equivocar la impresión
que hace de un típico artista del siglo XIX.
Su biógrafo, Jacques Barzun, afirma que rara vez se
encuentra un enfoque de este músico ¨que rápidamente no se pierda en
detalles biográficos¨. El propio Berlioz es, en parte, el responsable de
ello, por haber escrito en forma tan atrayente acerca de su vida.
Además, tuvo una vida fabulosa: su infatigable actividad como
compositor, como crítico y director de orquesta; la exitosa historia del
hijo de un médico rural que llega, desconocido, a la gran ciudad
(París), para estudiar música y termina, después de varias pruebas,
recibiendo el Prix de Rome; los apasionados y apasionantes amoríos; las
deudas para contratar a grandes orquestas con el fin de estrenar sus
obras; las luchas, los amigos (Chopin, Liszt, De Vigny, Hugo), las
triunfales giras al exterior, los artículos en el Journal du Débat, las
Mérnoires y las amargas experiencias de sus últimos años. No es de
extrañar, pues, que en medio de todo esto, su música a veces se pierde
de vista.
Admiradores y detractores están de acuerdo en que
vivimos un período de renacimiento de Berlioz. Con anterioridad, su
reputación descansaba sobre algunas pocas obras que permanecen en el
repertorio orquestal: principalmente la Sinfonía fantástica y algunas de
sus oberturas. Luego se sucedieron reiteradas audiciones de Haroldo en
Italia, Romeo y Julieta y La condenación de Fausto. Las grabaciones de
L´entance du Christ y de Troyens convirtieron a estas obras en páginas
familiares, y en la actualidad hasta se canta Nuits d'été, Quizá antes
de que transcurra mucho tiempo podemos aguardar la audición de obras
desconocidas como Canto de los ferrocarriles (1846), o Sara, la bañista
(1834).
¿Que motivo explica la reciente preocupación por la
oeuvre de Berlioz? Mi opinión es que algo en su obra nos sorprende como
curiosamente adaptado a nuestra época. Hay algo en la calidad de la
emoción de su música, el sentimiento del romanticismo clásicamente
¨controlado¨ que refleja un aspecto de la sensibilidad de nuestro
tiempo. Y a ello se agrega otra cualidad sorprendente: su habilidad para
parecer, al mismo tiempo, remoto en el tiempo y luego, de pronto,
sorprendentemente contemporáneo. Porque Berlioz poseía una capacidad
stendhaliana para proyectarse hacia el futuro, como si hubiera tenido
premoniciones del camino que la música iba seguir. En comparación,
Wagner, a pesar de todo el halo que rodea a su ¨música del futuro¨,
estaba en realidad preocupado por la tarea de crear la música de su
propia época. Y sin embargo, por la ironía de la historia musical
durante la década de 1860, Berlíoz debe de haberle parecido anticuado a
Wagner.
No obstante, hacia fines de siglo, resultaba claro
que el compositor francés había dejado impreso un vigoroso sello en los
músicos que lo siguieron. Un estudio de Haroldo en Italia revelaría
recuerdos de las obras de por lo menos una docena de compositores de
fines del siglo pasado, tales como Strauss, Mahier, Moussorgsky,
Rimsky-Korsakoff, Grieg, Smetana, Verdi, Tchaikovsky, Saint-Saéns, Frank
y Fauré. (No debemos olvidar el impacto que ejerció sobre sus
contemporáneos, Liszt y Wagner). En 1834 era muy original otorgar el
papel principal a un instrumento solista -en este caso la viola- y
crear, no un concierto para este instrumento, sino una especie de
obbligato, acerca del cual no puedo pensar en ningún precedente. La
línea que desde Haroldo hasta Don Quixote, tal como Strauss la trazó, es
inconfundible. El segundo movimiento de Haroldo en Italia posee
sorprendentes similitudes con la célula musical monástica de Borís
Godounoff, con todo el poder de sugestión de Moussorgsky. En realidad,
no se puede pensar en la historia del arte sonoro ruso del siglo XIX,
sin Berlioz. Dice Stravinsky que él fue educado en el seno de la música
del compositor que nos ocupa, que se ejecutaba en San San Petersburgo,
durante los años de estudiante del autor de La consagración de la
primavera, en la misma medida en que se interpretaba en todas partes.
Hasta los cantos de Berlioz, en la actualidad relativamente abandonados,
fueron modelos que Massenet y Fauré emularon. Por otra parte, no es
fantástico imaginar una sugestión del Schönberg de su primera época, en
el motivo de corcheas cromáticas del tema que introduce la escena de la
evocación, de la Condenación de Fausto.
Cuando yo era estudiante, de Berlioz sé hablaba
como si hubiera sido una especie de Beethoven manqué. Pero este intento
de analogía es desequilibrado; desde luego que la naturaleza de
Beethoven era profundamente dramática, mas la esencia de Berlioz era la
de una personalidad teatral. Una vez traté de definir esta discrepancia
en relación con Mahler - quien, dicho sea de paso, guarda una clara
similitud con Berlíoz en más de un aspecto - expresando que ¨la
diferencia entre Beethoven y Mahler es la diferencia entre observar a un
gran hombre mientras camina por la calle, y observar a una gran actor
desempeñando el papel de un gran hombre que camina por la calle¨. El
propio Berlioz aludió a esta diferencia en una carta a Wagner, en la que
decía: ¨Yo sólo puedo pintar la luna cuando la veo reflejada en el
fondo de una fuente¨. Robert Schumann debe de haber tenido la misma idea
cuando expresó. ¨Berlioz, aunque a menudo dirige tan locamente como un
faquir, es tan sincero como Haydn cuando, con su aire modesto, nos
ofrece un pimpollo de cerezo¨. Esta teatralidad innata es una cuestión
de temperamento, no una cuestión de insinceridad. Se vincula con el amor
por el gran gesto, lo ingenuo-heroico, lo teatral-religioso. (En época
reciente, Honegger y Messiaen han continuado esta tradición en la música
francesa). Con Berlioz parece que vemos al artista observándose a sí
mismo mientras crea, más bien que el creador en el acto puro y simple de
la creación. Desde luego que se trata de algo diferente de lo
pintoresco de la Tormenta de la Sinfonía pastoral de Beethoven. Berlioz
fue, sin duda, influido por la evocación que Beethoven hacía de la
naturaleza, pero su genio peculiar lo llevó a la introducción de lo que
llevó a un nuevo género: el sinfónico-teatral, y, en ella, nada hay de
carácter tentativo.
El hecho de que Berlioz era francés más bien que
alemán, agudiza la diferencia. Debussy dijo que Berlioz no tuvo suerte,
pues se hallaba más allá de la comprensión musical de sus
contemporáneos, así como por encima de la capacidad técnica de los
ejecutantes de su tiempo. Pero piénsese en la colosal mala suerte de
haber nacido en un siglo en que, por así decirlo, la música pertenecía a
los alemanes. Hubo algo inherentemente trágico en esta situación. El
carácter solitario y único de su aparición en Francia. Porque hasta los
propios franceses como lo aclara Robert Collet tuvieron dificultades
considerables para ubicar a Berlioz en su idea de lo que debe ser un
compositor de esa nacionalidad. En cierto sentido, perteneció a todas
las latitudes y no perteneció a ninguna, lo cual puede explicar o no la
universalidad de su atracción. A pesar de la apasionada consideración de
Berlioz por la música de Beethoven, Weber y Gluck, el concepto no
germano de su música es lo que le brinda mucha de su originalidad.
Esto quizá se observe con mayor claridad en su
escritura para orquesta. Hasta sus primeros críticos admitieron su
brillantez como orquestador. Pero difícilmente pudieron haber adivinado
que, un siglo más tarde, podríamos continuar impresionados por el
virtuosismo de su manejo de la orquesta. No es exagerado decir que
Berlioz inventó la orquesta sinfónica. Hasta su época, la mayor parte de
los compositores escribían para orquesta como si se tratara de un
quinteto de cuerda aumentado. Nadie, antes de él, había encarado la
fusión de los elementos de la orquesta de manera de producir nuevas
combinaciones sonoras. En Bach o en Mozart, una flauta o un fagote
siempre suenan como tales. Berlioz, además de su propia calidad
particular, les da cierta ambigüedad de timbre que introducen un
elemento de magia orquestal, tal como lo entendería un compositor de la
hora actual. La brillantez de su orquestación proviene, en parte, de su
escritura instintiva para los instrumentos en sus registros más
agradables y, en parte también, de la fusión de los instrumentos, más
bien que del mero hecho de mantenerlos a uno fuera del ámbito del otro.
Agréguese a esto su increíble atrevimiento para forzar a los
instrumentistas a que ejecutaran mejor de lo que ellos sabían que les
era posible hacerlo. Sin duda, pagó el precio de su atrevimiento al
escuchar su música vertida en forma inadecuada. Pero, ¡imagínese la
excitación de escuchar en su propio oído interno sonoridades que nunca
habían sido llevadas al papel pautado! El brillo y el destello, el
cálculo sutil de estas partituras magistrales, son lo que me convence de
que Berlioz fue más, mucho más, que el romántico soñador que presentan
los libros de historia de la música.
Fácil resulta señalar ejemplos específicos del
atrevimiento orquestal de este músico. El empleo del contrabajo en
pizzicatti, en acordes de cuatro partes, en la Marcha de Scaffold, la
escritura para cuatro timbales, también en forma de acordes, en la
conclusión del movimiento que precede a la Marcha, el empleo del corno
inglés y del clarinete pequeño para tipificar los sentimientos
pastorales y diabólicos, respectivamente; la finísima textura de Reina
Mab, con su arpa impresionista y antiguos platillos agudos; las sutiles
mezclas de flautas graves con el timbre de la cuerda, en el comienzo de
la ¨Escena de amor¨ de Romeo: todos estos ejemplos, y muchísimos otros,
demuestran el misterioso instinto que poseía Berlioz para expresar el
sonido de la música.
Aparte de su dominio de la orquesta, apenas existe
una fase de su música que no haya sido objeto de críticas. Se ha dicho
que su sentido armónico es imperfecto -éste es el reproche que más
frecuentemente se le formula-; que su estructura depende demasiado de
connotaciones extramusicales; que su línea melódica decepciona por lo
anticuada. Todas estas censuras, a menudo reiteradas, están hoy a la
espera de una revisión. Cualquier desmañamiento en el manejo de las
progresiones armónicas debe ser considerado a la luz de nuestras
desarrolladas ideas de lo correcto y lo incorrecto en los procedimientos
armónicos. Admitamos que la armonía de Berlioz es a veces rígida y
sencilla pero, ¿es tan torpe como para perturbar nuestro goce de sus
obras en su conjunto? Esto siempre me ha parecido una afirmación
exagerada. Su sentido de la forma es original, alentadoramente original
diría yo, pues aun cuando carece de la certeza de un Beethoven, se
percibe que encuentra sus propias soluciones, a las que llega mediante
premisas propias. Frecuentemente, éstas son inesperadas y sorprendentes.
En realidad, el reproche que se le formula respecto de su escritura
melódica posee algún fundamento, en particular para el oyente actual.
Berlioz depende de una línea de largo aliento para sostener el interés,
más bien que del intervalo impresionante o del fértil motivo. Sus
melodías más hermosas exhalan cierto encanto de daguerrotipo, con
perfume de días pasados. Pero esto también debe de haberse percibido en
la época en que escribió sus obras. Observadas desde este ángulo de
visión, prestan a su música un ambiance muy particular, como si
procedieran de un país que no se encuentra en ningún mapa.
En obsequio a la argumentación, admitamos que las
debilidades existen. Pero siempre permanece en pie el hecho de que, toda
vez que a un compositor se lo juzga digno de ser colocado entre los
maestros, resulta aparente que se observa el deseo de pasar por alto lo
que anteriormente se consideraba como una seria debilidad. Las
debilidades subsisten pero la opinión pública concuerda tácitamente en
aceptarlas en obsequio alas buenas cualidades, y considero que la
opinión pública es acertada. Mi pronóstico es que, en el futuro, cada
vez menos oiremos la mención de las debilidades de Berlioz y cada vez
más la de sus puntos fuertes.
Porque repito que, en la música de Berlioz, hay
algo extrañamente adaptado a nuestro tiempo. El historiador francés Paul
Landormy expresó muy bien lo que deseo significar, cuando escribió: ¨Su
arte posee un carácter objetivo en comparación con la subjetividad
(intériorité) de un Beethoven o de un Wagner. Todas las criaturas que
creó en su imaginación sé separan de él y cobran vida propia, aun cuando
sean una imagen del propio compositor. Por el contrario, los alemanes
poseen una tendencia a fusionar todo el universo con su vida interior,
Berlioz es, esencialmente, ¨un artista latino¨. El manejo objetivo de
los elementos románticos es, en particular, lo que hace de este músico
una figura simpática en nuestro tiempo. Esto, y nuestra clara percepción
de su audacia musical. Porque fue, sin duda, uno de los creadores más
atrevidos que hayan practicado el arte de la composición musical.
Un hálito de algo mayor que el tamaño de su vida,
flota en torno de su nombre. Después de escuchar un concierto de
Berlioz, Heinrich Heine escribió: ¨He aquí un vuelo que no revela un
ordinario canto de pájaro, es un ruiseñor colosal una alondra tan grande
como un águila, como las que deben de haber existido en el mundo
primitivo¨.
Liszt como pionero.
Todos creen tener derecho a emitir una opinión
respecto de Franz Liszt y de su música. Yo sólo puedo recomendar en
forma experimental mi propia opinión, pues admito que estoy deslumbrado
por el hombre. Como compositor, para mí tiene algo del mismo encanto que
él poseía para sus contemporáneos como pianista. En su época, su magia
pianística subyugaba tanto a sus auditorios que ellos se mostraban
francamente incapaces de juzgarlo con serenidad como creador.
La cuestión radica en si alguien puede hacerlo aún hoy.
Examinar la lista de sus composiciones, aunque sea
superficialmente, es suficiente para producirnos una sensación de
vértigo. Sería una proeza el simple hecho de escuchar sin interrupción
los principales ejemplos de su producción: las sinfonías, los poemas
sínfónicos, los conciertos, los oratorios, las misas, la música de
cámara, las canciones, las composiciones pianísticas, grandes y
pequeñas, para no mencionar la plétora de fantasías, orquestaciones y
transcripciones de obras de muchos compositores mayores y menores. ¿Cómo
puede esperarse llegar a una equilibrada estimación critica de un
hombre semejante?
Confieso sin ambages estar ganado, por así decirlo,
de antemano. Hay algo interminablemente regocijante en este hombre que,
como Berlioz, fue en semejante grado la encarnación de su época. Sin
embargo, el siglo XIX, en especial la parte lisztiana de él, fue el
período más ¨jugoso¨ de la música. No se necesita ser un compositor de
suma habilidad para reflejar confidelidad la época en que se vive. Muy
por el contrario, Chopin, por ejemplo, fue quizá demasiado elegante;
Mendelsshon excesivamente ¨culto¨, y Schumann demasiado dulcemente
honesto para reflejar las fases más vastas de su época.
En Liszt se cobra el sentido del aspecto fabuloso de esa era.
Sus amigos compositores, Chopin y Schumann, a pesar
de la apreciación por el genio húngaro, lo veían como una figura
chocante lo acusaban de rebajar su arte, y supongo que la acusación no
carece de justificación. (Debe recordarse, sin embargo, que él
sobrevivió a ambos por más de un cuarto de siglo, y ninguno de los dos
pudo haber conocido las composiciones que más interesan). Pero el hecho
es que lo que los chocaba en Liszt son, precisamente, las cosas que nos
fascinan a nosotros. Nos fascina porque las cualidades que Liszt tenía
en abundancia -el estilo espectacular, la voluptuosidad, la teatralidad,
el calor y la pasión de su naturaleza polifacética- son exactamente
esas cualidades menos evidentes en la música contemporánea. Por eso no
es de extrañar que nos intrigue, y en una forma en que sólo un par de
figuras musicales del siglo XIX pueden hacerlo.
Hay otro aspecto de la personalidad de Liszt que
nos lo hace querido. Me refiero, por supuesto, al entusiasmo que
depositaba en las obras de otros compositores, muchos de ellos jóvenes y
desconocidos cuando él tomó contacto con sus producciones. El genio,
por regla general, es demasiado reconcentrado en sí mismo para gastar su
tiempo en hombres de poco relieve. Pero en Liszt tenemos la excepción
de la regla.
Con rara percepción pudo captar al compositor
maduro en su estado embrionario. Y su interés en la producción de sus
colegas -lo cual indudablemente tenía sus orígenes en un rasgo de su
carácter- al final adoptó una significación mayor de la que el propio
Liszt pudo haber comprendido. El crítico francés G. Jean-Aubry ofrece un
excelente caso para convencernos de que fue Liszt quien engendró uno
de los más importantes de los recientes desenvolvimientos históricos:
el surgimiento del nacionalismo como ideal musical. ¨Si la moderna
Alemania tuviera un profundo sentido de justicia -escribe el mencionado
crítico- habría mentado un odio vigoroso contra Liszt porque su obra
fue, en parte, responsable de la destrucción del monopolio musical
germano¨. En un periodo en que Brahms y Wagner estaban en el apogeo de
sus carreras, Liszt fue lo suficientemente perspicaz como para
comprender que la nueva música podía progresar sólo si la hegemonía de
la música alemana se debilitaba. Recordar este hecho nos brinda la aguda
comprensión del carácter avizor de la música de Liszt.
El aspecto más avanzado de la obra de este
compositor se encuentra en su armonía atrevida. Pero, dejando este
aspecto de lado por un momento, yo diría que el ingrediente que llama
máspoderosamente la atención -apartando su música de la de todos los
demás compositores del siglo XIX- es la atracción sonora. Un oído agudo
advertirá amplias divergencias en el ¨placer del sonido¨ de las obras de
distintos compositores. El lego tiende a dar por sentadas estas
divergencias. Pero, en realidad, el tipo de atracción sonora que damos
demasiado por sentado -la sonoridad escogida instintivamente por la pura
belleza del sonido- es, en parte, invención de Liszt. Ningún otro
compositor antes de él comprendió mejor la manera de manipular los
timbres para producir la textura sonora más satisfactoria, que va desde
la relativa simplicidad de una figura de acompañamiento bellamente
espaciada, hasta la caída en masa de una precipitada cascada de acordes
resplandecientes. Legítimamente podría decirse que este énfasis colocado
sobre la atracción sonora de la música debilita sus cualidades
espirituales y éticas. Quizá; pero aún así, no puede negársele a Liszt
el papel de pionero en este sentido, pues, sin sus obras seriamente
elaboradas, no tendríamos la hermosura de las texturas de Debussy o
Ravel, o los lánguidos poemas de Alexandre Scriabine.
Estas sonoridades esencialmente nuevas se oyeron
por vez primera en los recitales de piano de Liszt. La profusión de sus
obras y su variedad de ataque no encuentran paralelo en la literatura
pianística. Porque literalmente transformó el piano y le extrajo no sólo
sus propias cualidades inherentes, sino también su naturaleza
evocadora; el piano como orquesta, el piano como arpa (Un sospiro), el
piano como címbalo (Rapsodia húngara No. 1l), el piano como órgano, como
conjunto de metales y hasta el piano percusivo tal como hoy lo
conocemos (Danse macabre), pueden trazarse en su derrotero hasta el
incomparable manejo del instrumento por Liszt. Estas obras nacieron en
el piano; no podrían haber sido escritas sentado al escritorio.
(Significativo es que un líder intelectual de su generación, Ferruccio
Busoni -famoso compositor y pianista- haya pasado muchos años preparando
la edición definitiva de las obras pianísticas de Liszt). La
exhibición, la bravura, los embellecimientos de la escritura para piano
del compositor: todo esto ha sido destacado muchas veces, inclusive hace
cien años; lo importante es que ha permanecido siendo tan auténtico
ahora como lo fue entonces.
En un plano equivalente de frescura y originalidad
se encontraba el pensamiento armónico de Liszt. Hasta los músicos
profesionales tienden a olvidar lo que debemos al atrevimiento armónico
de este compositor. Su influjo sobre los procedimientos armónicos de
Wagner ha sido suficientemente señalado, pero no su misterioso presagio
de los impresionistas franceses. Una serie de doce piezas pianisticas,
rara vez ejecutadas -si es que se las interpreta alguna vez-, L´arbre du
Noël, y en especial Cloches du soir, de dicha serie, podrían
confundirse con las obras de Debussy. Típico resulta el hecho de que,
aunque Laribre du Noël fue escrito casi al final de una larga vida, no
muestra disminución alguna en su invención armónica. El alcance de esa
invención puede captarse si se va desde las generosas sonoridades de
otra página de la última etapa de su vida, Harmoníes du soir, hasta el
oratorio Christus. Aquí se penetra en un mundo armónico absolutamente
opuesto, relacionado con el desnudo sentido de los intervalos de la Edad
Media y las implicaciones no armónicas del canto gregoriano:
sorprendentes premoniciones de las corrientes de interés de nuestro
tiempo. A través de la longitud y el aliento de la obra de Liszt estamos
inclinados a encontrarnos con elementos de inspiración armónica:
modulaciones insospechadas y progresiones de acordes utilizadas por vez
primera. Además, su sentido para, ¨espaciar¨ los acordes es
absolutamente conternporáneo: sonoridades abiertas como campanas,
contrastando agudamente con las masas apeñuscadas de atronadores acordes
del bajo. No es exagerado decir que Liszt, a través del impacto que
produjo en Wagner y Franck, en Grieg y Debussy, en Scriabine y el Bartók
de la primera época, así como especialmente en los rusos encabezados
por Moussorgsky, es una de las principales fuentes de mucha de la actual
libertad armónica.
He dejado para el final la realización más atrevida
de Liszt: el desarrollo del poema sinfónico como nueva forma en la
literatura musical. El poema sinfónico, como tal, ha tenido una escasa
progenie durante los años recientes. Los compositores lo consideran
anticuado, démodé. Pero no debemos olvidar que, en la época de Liszt,
era una cuestión candente. A los defensores de la clásica forma
sinfónica les parecía una especie de conspiración teatral lanzada por
Berlioz y recogida por Liszt y Wagner, y que iba a hurtar a las formas
puras de la música su herencia de belleza abstracta. Los nuevos
¨agitadores¨ tomando la tónica de la obertura de Egmont, y la sinfonía
Pastoral, de Beethoven, insistían en que la música se tornaba más
significativa sólo si tenía inspiración literaria y descriptiva en su
método. El enfoque programático prendió: desde el tratamiento literal
del asunto romántico, a la manera de Berlioz-Liszt la idea fue ampliada y
reducida a la vez para incluir la transcripción poética de escenas
naturales como en La mer, de Debussy, o las comunes rencillas de la vida
matrimonial, como en sinfonía Domestica. Hacia comienzos del siglo
actual parecía que la sinfonía clásica iba a ser desechada como una
vieja forma que sobrevivía a su utilidad.
Sin embargo, resulta que la forma tradicional de la
sinfonía hallase plena de vida y el poema sinfonico ha sido dejado de
lado. Pero -extraño resulta decirlo- esto no invalida la importancia de
los doce ensayos de Liszt dentro de esa forma, pues su principal derecho
a su significación histórica no radica en el hecho de ser poemas
sinfónicos, sino en su novedad estructural.
Aquí, vez más, vemos la libertad del músico húngaro
del pensamiento convencional, porque fue el primero en comprender que
la música descriptiva debía inventar adecuadamente su propia forma,
independiente de los modelos clásicos. El problema, tal como Liszt lo
encaró, residía en si la idea poética era capaz de engendrar una nueva
forma, una forma libre; es decir, libre de la dependencia de fórmulas y
diseños que simplemente no se adaptaban a su función programática, En
música, la forma es una constante preocupación del compositor, pues él
trata con un material auditivo que, por su propia naturaleza, es
abstracto y peligrosamente cercano de lo amorfo. El desarrollo de formas
tipo, tales como la sonata-allegro o la fuga es en el mejor de los
casos, un proceso lento; por eso, los compositores se muestran
naturalmente renuentes a abandonarlas. En este sentido, Liszt fue un
pionero, porque no sólo se apoyó en la fuerza de su propio sentido
instintivo de la forma para dar contorno a su música, sino que realizó
experimentos con el empleo de un solo tema y su metamorfosis para
brindar unidad a toda la textura. Ambos componentes de las ideas
estéticas de Liszt han influenciado profundamente la música
contemporánea. Las innumerables sonatas que no son tales en realidad,
sino enfoques hacia una forma más libre, poseen su origen en la famosa
Sonata para piano en si menor, y la propia escuela dodecafónica, con sus
derivaciones de óperas enteras elaboradas mediante la manipulación de
una sola ¨serie¨, tiene su deuda con la labor pionera de Franz Liszt.
¿He sido demasiado generoso con el viejo abate
Liszt? Si es así, se trata de una generosidad que hace largo tiempo se
imponía. Liszt fue víctima de una estupidez especial de nuestro tiempo
musical: la noción de que sólo lo mejor, lo más elevado y lo más grande
entre las obras maestras de la música, es digno de nuestra atención.
Poca paciencia tengo para quienes no pueden ver la vitalidad de una
mente original en funcionamiento, aun cuando la obra contenga serias
tachas. Porque seria tonto negar que la obra de Liszt tiene más de una
tacha. ¿Cómo podía el imaginar que no advertiríamos las pesadas
repeticiones de frases y de partes enteras, dilatadas y breves; el
empleo precipitado y excesivo, a veces, del material temático; las
reiteradas y faltas de gusto indulgencias sentimentales? Por otra parte,
no estaba el músico más allá de la asunción de una actitud y de llenar
una pose monumental con un gesto vacío. Parecía sentirse con plena
soltura sólo dentro de una órbita emocional relativamente restringida:
lo heroico, lo idílico, lo erótico, lo demoníaco, lo religioso. Pues
éstos son los estados de ánimo que evoca una y otra vez. Además, no
parecía capaz de enfrentarse con más de un estado de ánimo a la vez,
yuxtaponiéndolos, más bien que combinándolos y llevándolos a su
realización.
No, Liszt no fue el maestro perfecto. Hasta llegaré
a admitir que hay días en que parece completamente intolerable. ¿Y
entonces? Entonces se da con algo como los dos movimientos basados en
Fausto, de Lenau, y de nuevo los tumba la originalidad, la fuerza
dramática, el color orquestal, la riqueza imaginativa que sobrepasa
todo. Es indudable que el mundo ha tenido compositores más grandes que
este hombre, pero es un hecho innegable que le hacemos a él y nos
hacemos a nosotros una grave injusticia al ignorar el alcance de su obra
y la profunda influencia que ella ha ejercido sobre la escena musical
contemporánea.
El centenario de Fauré en los Estados Unidos. 1945
Durante los últimos cuatro días de noviembre de
1945, Carribridge (Massachusetts) se convertirá en un santuario para los
devotos de Fauré. El departamento de Música de Harvard patrocinará un
festival de cinco conciertos, a los cuales el público tendrá libre
acceso, en homenaje al centenario del nacimiento del gran compositor
francés. La música se extenderá desde el relativamente familiar Requiem,
hasta la menos difundida música de cámara y canciones, pasando por la
ópera rara vez representada Penélope, que se ejecutará en forma de
concierto, con la dirección de Nadia Boulanger.
Para aquellos de nosotros que desde largo tiempo
admiramos la obra de Fauré, difícil resulta pronosticar cómo recibirán a
este festival los moradores del patio de Harvard. Personalmente, estoy
un poco nervioso. No es que haya vacilado mi fe en el valor de su obra,
sino que el momento no parece ser exactamente adecuado para hacer plena
justicia a la celebración de Fauré. En un mundo que cada vez menos
aparenta ser capaz de ordenar sus asuntos racionalmente, el clásico y
refrenado sentido del orden de Fauré puede resultar algo incongruente.
Por lo tanto, sólo es razonable especular en cuanto a cómo será
recibido, especialmente por los oyentes más jóvenes.
En realidad, fuera de Francia nunca ha sido fácil
convencer al público musical acerca del encanto particular que se
vincula con el arte de Fauré. Durante largo tiempo, en la propia
Francia, su nombre se ha unido con el de Debussy, lo cual es lógico.
Pero, fuera de su patria, el público se ha mostrado tardío en la
apreciación de su delicadeza, de su reserva, de su imperturbable calma,
cualidades todas ellas que no son fácilmente exportables.
Incuestionable resulta que debe escuchárselo con
detenimiento si se desea saborear la exquisita distinción de las
armonías de Fauré, o apreciar la dilatada línea de un arco melódico
ampliamente espaciado. Su obra posee poca originalidad exterior. Porque
Fauré pertenece al pequeño grupo de maestros de la música que conocen la
manera de extraer una esencia original de los materiales más
ordinarios. Para el oyente superficial, quizá suene superficial. Pero
quienes captan los refinamientos musicales no pueden dejar de admirar la
transparente textura, la claridad del pensamiento, las proporciones
bien diseñadas. Todos estos elementos constituyen una especie de magia
de Fauré que resulta difícil de analizar pero es encantador escuchar.
El público en general, cuando conoce su obra lo
conoce, como Theodore Chanler lo señala, ¨a través de un mero puñado de
páginas escritas antes de cumplir sus cincuenta y cinco años de edad¨.
Pero Fauré vivió hasta la edad madura de setenta y nueve, y compuso sus
obras más sazonadas, durante los últimos treinta y cinco años de su
vida. Y es el conjunto de estas últimas obras precisamente, el tan poco
conocido, lo cual es inmerecido. Un ciclo de canciones como La chanson
d´Eve pertenece a la misma categoría de Dichterliebe, de Schumann; el
segundo quinteto para piano y arcos está a la altura del ensayo de Frank
en ese terreno; el trío para piano, violín y violoncelo debe escucharse
juntamente con el de Ravel.
A la edad de setenta y siete años, Fauré escribió
su primera y única ópera, Penélope. Desde el punto de vista musical,
esta ópera admite comparación con Pélleas et Mélisande, de Débussy.
Dramáticamente, adolece de una evidente debilidad del libreto. Mas a
pesar de ello, se la representa de continuo en París. Estas obras de
madurez -y otras similares- son las que despiertan mi entusiasmo.
No creo que los conciertos del centenario estén
destinados principalmente a entusiastas como yo. Y, por supuesto, los
patrocinadores del festival deben de saber que existe gente de buena
voluntad que continuará juzgando a Fauré como un petit maftre francais, a
despecho de lo que se demuestre en contrario. Suponiendo que ellos
realmente conocen la música de Fauré -no sólo la antigua sonata para
violín y algunas de sus canciones, sino las obras sazonadas de su
madurez- tienen derecho a opinar. Pero, qué decir de los muchos
aficionados a la música que nunca han tenido la oportunidad de formarse
sus propias opiniones? Sin duda, el festival debe de haber sido planeado
teniendo en cuenta a estos aficionados, pero el verdadero creyente en
el genio de Fauré está convencido de que oírlo es amarlo.
CAPÍTULO QUINTO
DEL DIARIO DE UN COMPOSITOR
La ¨forme fatale¨
Me parece que hay dos tipos de compositores de
ópera. Se me ocurrió esta idea cuando Henry Barraud explicó su renuencia
a sumergirse en una segunda ópera, después de la representación de la
primera que escribió, Numance, efectuada en la Opera de París. Su
vacilación dio un toque de atención que resonó en mis propias ideas. El
hecho de que, razonablemente, podemos medir la idea del trabajo y del
posible retorno de una ópera, y decidir con calma si lanzarse a ella de
nuevo indica que ambos somos diferentes del compositor que está
desesperadamente aferrado a esta forme fatale. Nosotros jugamos a
escribir óperas, pero el repertorio operístico está integrado por obras
de hombres que podían hacer poco más fuera de este terreno, como Verdi,
Wagner, Puccini, Bizet, Rossini. En cierto modo consuela recordar que
tenemos precedentes entre los grandes muertos que también ¨jugaron a la
ópera¨: Fideflo, Pelléas, Penélope (Mozart es, como siempre, una ley en
sí mismo).
Ravel como orquestador
Georges Auric me dijo que Ravel le manifestó que le
habría gustado escribir un opúsculo sobre orquestación, ilustrado con
ejemplos de su propia obra que no tuvieron éxito. En otras palabra, lo
contrario del tratado de RimskyKorsacoff, el cual sólo se ilustra con
sus obras más logradas. Auric también afirma que Ravel te expresó que
estaba descontento con el crescendo orquestal de La valse. Cuando le
dije esto a Nadia Boulanger, me manifestó que a la mañana siguiente de
la premiére de Boléro llamó a su autor para ponderarle la perfección de
su conocimiento orquestal, y él le dijo con bastante tristeza: ¨Sí
siquiera las Chansons madécasses hubiesen salido tan bien¨. ¿No resulta
curioso que este humilde enfoque de instrumentos antiguos combinados
constituya el sello del orquestador virtuoso? (Schönberg cita a Mahler y
a Strauss en el mismo sentido).
El enfoque ¨soigné ¨
Si existe algo más abrumador para la interpretación
musical que el enfoque soigné, yo no lo conozco. (Pensé en él durante
el décimo concierto de la noche pasada). Cuando todo el énfasis recae
sobre el brillo, sobre la belleza del sonido, sobre la suavidad y la
elegancia, la naturaleza de la idea expresiva del compositor sale por la
ventana. Porque los compositores, simplemente, no piensan en su música
en esa forma. Ante todo, desean que su música posea carácter, y cuando
esto se elimina suavemente, al suprimir las marcas exteriores de la
personalidad -la frente surcada, las manos nudosas y el cuello
arrugado-, sólo tenemos un simulacro de sonoridades hermosas en sí
mismas. Cuando ello ocurre en una sala de conciertos uno puede muy bien
volverse a casa, pues esa noche no se hará música.
Reacciones del compositor
Nada satisface más al compositor que haya gente que
esté en desacuerdo con los movimientos de la obra que a ella más le
agrada. Si se advierte un desacuerdo suficiente, ello significa que
todos prefirieron algo, lo cual es, precisamente, lo que el compositor
desea oír. Nunca parece importar el hecho de que esto pueda incluir
otras partes que a nadie les agrada.
La música y el hombre de letras
El hombre de letras y el arte de la música: tema
para un ensayo. Desde que vía Ezra Pound dar vuelta las páginas de la
música que ejecutó George Antheil en un concierto efectuado en el París
del año 1920, he tratado de resolver el significado de la música para el
hombre de letras. En primer lugar, cuando se dedica a ella en la medida
-lo cual no sucede muy frecuentemente-, rara vez es capaz de escucharla
por sí mismo. No se trata de que vea en ella imágenes literarias, como
podría suponerse, o que lea en la música significados que no posee, sino
de que contadas veces sentirse cómodo ante ella. De algún modo curioso
se le escapa. Confrontados con el sonido de la música, todos nos
engañamos respecto de su naturaleza precisa, y reaccionamos de manera
distinta ante ese misterio. El médico posee una holgada familiaridad con
ella, y la emplea a menudo como medio de volver rápidamente al mundo de
la salud; el matemático la mira como una prueba sonora de verdades
ocultas todavía por descubrirse; el sacerdote la utiliza como una
asistente en la obra del Señor. Pero, en su mayoría, los hombres de
letras parecen sentirse incómodos ante ella, y cuando enhebra dos
palabras para caracterizar una experiencia musical, casi seguro es que
una de ellas resulta equivocada, Si emplea un adjetivo para describir
una flauta, es casi indudable que será el que un músico nunca lo
relacionaría con ese instrumento. He aquí una cita reciente de la carta
de un dramaturgo: ¨Si hay música incidental en la obra, debe cantar a
través de los instrumentos románticos y abjurar del metal y del timbal
(!)¨, Por un G.B.S., un Proust o un Mann existen docenas de grandes
hombres de letras que raramente se aventuran -si es que alguna vez lo
hacen- a mencionar la música en la extensión y el aliento de su obra.
Estos son los prudentes; los otros, saltando con cautela en medio de
las notas, probablemente caen de cara al suelo. Son éstos los que me
intrigan y me despiertan una benigna y secreta simpatía.
Psicología del compositor
Almuerzo con Poulenc, quien volvió a narrar con
gran extensión el libreto de su nueva ópera Les dialogues des
Carmelites. Fácil resultó advertir cuánto significaba para él la suerte
de esa obra que todavía no se había escuchado. Lo asustaba un poco
contemplar lo que sería su fracaso sí la ópera no era aceptada. Y, sin
embargo, la entregó a la Scala de Milán para su premiére mundial; la
Scala, famosa por echar abajo nuevas Óperas. Hay algo muy de compositor
en todo esto, pues todos pondríamos gustosamente el cuello en el mismo
nudo corredizo. (Posdata: ¡Poulenc triunfó esta verlo).
En Baden - Baden
Hoy se me recordó mi intención de escribir algún
día una obra orquestal titulada Extravaganza. Parece que ha transcurrido
un tiempo muy largo desde que alguien escribió una España o un Boléro,
tipo de pieza orquestal que todos aman.
El músico orquestal
Dirigir la orquesta Sudwestfunk grupo de músicos
particularmente inteligente me recordó qué curiosa criatura es el típico
músico orquestal. Desvalido en medio de una ¨organización feudal¨,
pronto desarrolla una especie de imperturbabilidad, en particular con
respecto a la música. Casi puede decirse que rehusa de plano a excitarse
por ella. Se le paga para realizar una tarea, y su actitud implica:
¨adaptémonos a ella, y nada de tonterías al respecto¨. No se puede
ejecutar un instrumento en una orquesta y admitir abiertamente amor por
la música. El raro instrumentista sinfónico que ha logrado conservar su
entusiasmo originario por ella encuentra algún medio de expresarlo fuera
de su labor orquestal. En treinta años de deambular entre
bastidores, hasta ahora no he dado con un instrumentista que lleve un
libro de música bajo el brazo. Por otra parte, es imposible imaginar que
lea las notas del programa acerca de la obra que ejecutará, o que
concurra a una conferencia sobre estética musical.
Algo marcha mal en alguna parte. Alguien deberá
encontrar la manera de hacer del ejecutante orquestal el ciudadano que
sé autorrespete en la comunidad musical de la que él desearía formar
parte.
Partituras para películas
La piedra de toque para juzgar una partitura de
Hollywood, en primer término: ¿se sintió conmovido el compositor por lo
que pasaba en la pantalla? Si hay demasiado brillo en la partitura, no;
si utiliza demasiados estilos; no, si la partitura es demasiado
elaborada, no; si la música se interpone en la trama del argumento,
tampoco. Raro es escuchar una partitura que resulte conmovedora porque
el propio compositor se haya sentido conmovido por la acción de la
película.
Schönberg como intérprete
Una vez escuché Pierrot Lunaire dirigido por el
autor. Fue una revelación de importancia semejante a la de la exposición
demasiado débil en la interpretación, elemento éste que en la
actualidad poco se comenta. Recordé esto por una cita de Richard Strauss
sobre su heroína, Salomé: ¨Salorné, como es una virgen casta y una
princesa oriental, debe interpretarse con los gestos más simples y
medidos¨. Schönberg interpretá en forma insuficiente la historia
inherente de su Pierrot Lunaire; lo normalizó, de manera de que ocupase
un sitio al lado de otras músicas en lugar de existir como la curiosidad
histérico-musical de una mente torturada.
iTempi¡
De todas las cualidades sutiles que requiere un
director, ninguna es más esencial que el instinto para adoptar los tempi
correctos. Un grupo de músicos bien dotados puede, si es necesario,
equilibrarse (por lo menos en obras del repertorio), los instrumentos
solistas pueden sobresalir en sus propias partes; la pureza estilística
puede lograrse con naturalidad; pero con un ligero movimiento de la
muñeca, un director puede apresurar en forma innecesaria un tempo o
dilatarlo de manera interminable, y, de tal manera, alterar las líneas
formales, mientras la orquesta ejecuta con ineficacia. En la cuestión de
los tempi, los directores están realmente en lo suyo. Rara vez puede
esperarse que los compositores sepan el correcto tempo en que debe
moverse su música, pues carecen de un pulso desapasionado. La prueba es
simple: pregúntese a cualquier compositor si cree que debe aferrarse a
su metrónomo elegido libremente, y en forma inmediata contestará: ¨por
supuesto que no¨. Un compositor escuchando una ejecución de su música
cuando el aire es inepto resulta un espectáculo realmente triste. Puede
ser incapaz de fijar el movimiento correcto, pero es indudable que le es
posible reconocer el incorrecto.
Voces
Odio las voces impregnadas de emoción.
El director joven
Después de en Tanglewood, durante largos años, a
los jóvenes que estudian dirección de orquesta, he llegado a la
conclusión de que pocas cosas son más difíciles que juzgar en forma
adecuada a los jóvenes talentosos en ese campo. Por otro lado, él
hacerlo ayuda a clarificar lo que es en realidad la dirección orquestal.
Nadie posee el derecho de ponerse frente a una orquesta, salvo que
posea una idea cabal de lo que va a transmitir al oyente. Además, debe
poseer una autoridad natural y nada forzada, que se imponga, sin
esfuerzo, sobre cada uno de los ejecutantes. Por supuesto que, sin una
clara concepción, nada se puede imponer. Si a esto se añade la facilidad
natural en el gesto y cierto aire dramático, entonces se habrá cuidado
el aspecto visual. Asimismo, se requiere un oído infalible, además de la
habilidad para sentirse cómodo en muchos estilos diferentes. Por eso el
estudiante de esta especialidad presenta a menudo un espectáculo
lamentable, pues no puede saber, hasta que se lo somete a una prueba, si
posee el derecho de ocupar el sitio en que está. Sin embargo, el
momento en que llega al podio ya es demasiado tarde. Salvo que posea ¨el
don¨, permanecerá en él durante un tiempo transitorio. Pocas
experiencias pueden ser tan enervantes y, al mismo tiempo, contados
éxitos son susceptibles de resultar más auténticamente recompensadores.
Estímulo musical
En determinado estado de ánimo, la lectura acerca
de temas musicales puede excitarnos ante la perspectiva de ¨escuchar¨
algo, casi en la misma forma en que la lectura sobre temas sexuales nos
incita a la lubricidad.
El genio en un mundo pequeño
Lleva mucho tiempo a un país pequeño hacer
comprender a un gran hombre. Ejemplo: Finlandia y Sibelius. A Noruega le
costó cincuenta años imponer a Grieg, y parece que Dinamarca necesitará
un período de tiempo similar para que Carl Neilsen trasponga sus
fronteras. Si yo fuera alguno de estos hombres, no me haría feliz saber
que mi obra engendra esterilidad en mis descendientes
El valor de una visión retrospectiva sobrepasa el
interés histórico, sobre todo cuando de la música de trata, que lleva
consigo una veta de continuidad y permanencia dadas la propia entidad
musical. Aaron Copland ha alcanzado fama mundial a través de su larga y
meritoria actuación como músico. Aquí están reunidos algunos de sus más
importantes capítulos, escritos en muy variados medios europeos y
norteamericanos a lo largo de años tan críticos y peculiares, arroja
luces inusitadas frente al cotejo musical y las grandes figuras
protagonizan un cambio cultural que se hace también evidente en los
sucesos musicales.
Se va generando así una punzante historia de la
música de casi medio siglo XX, salpimentada de vivencias y alternativas
que configuran la antesala de lo que hoy se manifiesta en todas las
expresiones musicales.
Al mismo tiempo, el estudio y la expresividad del
efecto de la música sobre todos los seres humanos, apunta a señalar el
valor de la estética musical y la creatividad más abstracta y sublime
que expresa la música.
Notas
(1) Pronunciadas, en las series de Conferencias Distinguidas, en la Universidad de New Hampshire, en abril de 1959.
(2) Leído, como discurso Blashfield, ante la American Academy and National Institute of Ats and Latters, en mayo de 1952.
(3) Administración de Obras Públicas, creada durante el gobierno de
Franklin D. Roosvelt para brindar trabajo a intelectuales y obreros
desocupados (N. del T.)
(4) Leído por radiofonia en celebración del bicentenario de la Universidad de Columbia, en 1954.
(5) Décima parte de un bel, unidad utilizada para medir la intensidad del sonmido. (N. del T.).
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