"Los placeres de la música"
por Aaron Copland.

      

 

 

CAPITULO PRIMERO

LOS PLACERES DE LA MÚSICA (1)

Quizá debiera comenzar explicando que me considero un compositor de música, y no un escritor musical. Esta diferencia puede no parecer importante, especialmente cuando admito haber publicado varios libros sobre este asunto. Mas, para mí, la diferencia es capital, pues sé que, si fuera un escritor, desbordaría en palabras acerca del arte que practico; en cambio, mi mente -y no sólo mi mente, sino todo mi ser físico- vibra ante los estímulos de las ondas sonoras producidas por instrumentos que suenen solos o en conjunto. El porqué de ello no puedo explicarlo, mas puedo asegurar que es así. Recordando, entonces, que soy primeramente un compositor, y no un escritor, examinaré mi terna fundamentalmente desde el punto de mira del compositor, con el objeto de compartir con otros, hasta donde ello sea posible, los diversos placeres derivados de experimentar la música como arte.

Axiomático es que la música brinda placer. Por este motivo, los placeres de la música, como tema para una discusión, pueden parecer a algunos un plato bastante elemental para colocar frente a un auditorio tan entendido. Pero creo que se comprenderá que la fuente de ese placer, nuestro instinto musical, no es en modo alguno elemental; en realidad, constituye uno de los principales enigmas de la conciencia. ¿Por qué las ondas sonoras, cuando golpean el oído, hacen que "descargas de impulsos nerviosos fluyan hacia el cerebro", dando por resultado una sensación agradable? Más aún: ¿por qué podemos comprender estas "descargas de señales nerviosas", de manera tal que surgimos del hundimiento en la ordenada presentación de los estímulos sonoros como si hubiéramos vivido en un simulacro de vida, la vida instintiva de las emociones? Y, ¿por qué, cuando nos hallamos tranquilamente sentados y simplemente oyendo, nuestros corazones laten con mayor rapidez, nuestra temperatura se eleva, nuestros pies comienzan a golpear contra el piso, nuestras mentes empiezan a correr tras la música, esperando que siga un camino y observándola cuando se encauza por otro, engañados y disgustados cuando no estamos convencidos; regocijados y agradecidos cuando aprobamos?

Supongo que poseemos una respuesta parcial en el hecho de que la naturaleza física del sonido ha sido explorada a fondo; pero el fenómeno de la música como un medio expresivo, comunicativo, continúa siendo tan inexplicable como siempre lo fue. Nosotros, los músicos, no pedimos mucho. Todo lo que deseamos es que un investigador nos diga por qué ese joven que está sentado en la fila A está firmemente absorbido por los sonidos musicales que escucha, mientras que su novia, poco o nada extrae de ellos, o a la inversa. Piénsese cuántos millones de horas de practica inútil se habrían ahorrado sí algún prevenido profesor de genética hubiera creado un test para sondear la sensibilidad musical. Durante una visita que hice a las salas de exposición de un fabricante de órganos electrónicos, se me ilustró, curiosamente, la fascinación que la música ejerce sobre algunos seres humanos. Como parte de mi visita, se me condujo a la sala de prácticas. Allí, para mi sorpresa, encontré no sólo uno, sino ocho aspirantes a organista practicando simultáneamente en otros tantos órganos. Pero más sorprendente aún fue el hecho de que no se oía un solo sonido, pues los ocho instrumentistas escuchaban individualmente sus instrumentos por medio de audífonos. Resultaba un espectáculo espectral, aun para un colega músico, observar a estos hombres hipnotizados, por así decirlo, por un genio invisible y mudo. Ese día comprendí cabalmente cuán hipnotizados pareceremos las criaturas inclinadas hacía la música, ante los ojos de nuestros amigos menos aficionados al arte sonoro.

Si la música produce impacto en el oyente, se desprende que lo producirá en forma mucho más vigorosa en quienes cantan o ejecutan un instrumento con cierto grado de eficiencia. En tiempos isabelinos, se esperaba que cualquier culta leyera música y tomase parte en los coros madrigalistas. Los oyentes pasivos, que se cuentan por millones son una innovación relativamente reciente. Aun durante mi juventud, la afición musical significaba que uno debía crearla por sí mismo, o era forzado a salir de su casa para escucharla en los sitios en que. se la producía, a pesar del costo considerable y de los inconvenientes que ello acarreaba. En la hora presente, todo esto ha cambiado. La música se ha tornado algo tan accesible que es casi imposible evitarla. Quizá algunas personas no tengan inconveniente en cobrar un cheque en el Banco al compás de una obra de Brahms, pero yo sí tengo. En realidad, creo que empleo tanto tiempo en evitar grandes obras como otras personas ocupan en buscarlas. La razón es simple: la música que posee significado requiere nuestra atención no compartida con otras cosas, lo que yo sólo puedo hacer cuando me encuentro en un estado de ánimo receptivo y siento la necesidad de ella. El empleo de la música como una especie de ambrosía, para acariciar los sentidos, mientras nuestra mente consciente está ocupada en otra cosa, es la abominación de los compositores que toman en serio sus obras.

Por eso, la música a que me refiero en este capítulo está destinada a la atención no distraída del oyente. En realidad, por lo general sé denomina música ¨seria¨, en contraposición con la música "ligera" o popular. Nadie parece saber cómo surgió el término ¨serio¨, pero todos estamos de acuerdo en cuanto a que es inadecuado. En primer lugar, no abarca en forma adecuada todos los casos. Además, con frecuencia nuestra música "seria" es seria, a veces abrumadoramente seria; pero también puede ser ingeniosa, humorística, sarcástica, grotesca, sardónica y muchas cosas más. Porque, en verdad, el margen emocional que abarque es lo que la hace ¨seria¨ y, en parte, influencia nuestro juicio en cuanto a la estatura artística de cualquier composición extensa.

Todos saben que la llamada música seria ha hecho grandes progresos en la aceptación del público en general durante los años recientes. Sin embargo, el propio término posee connotaciones algo prohibitivas y herméticas para la masa de oyentes que atribuyen al músico profesional una especie de iniciación masónica en secretos permanentemente prohibidos para los extraños a la secta. Nada puede ser más falso. Todos, profesionales y no profesionales, escuchamos la música en la misma forma: en una forma muda, en realidad; porque la música simple o la compleja atraen a todos nosotros, en primer lugar, por su pura atracción rítmica y sonora. No cabe duda de que los músicos se sienten complacidos por la deferente actitud de los legos respecto de lo que ellos imaginan que es nuestra secreta comprensión de la música. Pero, fundamentalmente, escuchamos como lo hacen las demás personas, pues la música nos sacude con una inmediación que nosotros reconocemos en las reacciones de los oyentes de mentalidad más simple.

Parte de mi tesis estriba en que la música contrariamente a las demás artes, con la posible excepción de la danza, brinda placer, simultáneamente, en los más altos y los más bajos niveles de apreciación. Por ejemplo, todos nosotros podemos comprender y percibir la alegría de ser arrastrados por la corriente de la música. Nuestro amor por la música está estrechamente vinculado con su movimiento hacia adelante; sin embargo, es precisamente la creación de ese sentido de flujo, su interrelación con la estructura formal y el efecto resultante sobre ella, lo que extrae del compositor alta capacidad intelectual y ofrece penetrantes placeres a los agentes. El incesante movimiento hacia adelante de la música ejerce una doble y contradictoria fascinación: por un lado, parece inmovilizar el tiempo mismo, al llenar un específico espacio temporal, mientras que, en el mismo momento, genera la sensación de que fluye por delante de nosotros con toda la presión y la efervescencia de un gran río. Detener el flujo de la música sería como detener el tiempo mismo, lo cual es increíble e inconcebible. Sólo alguna catástrofe puede producir semejante ruptura en el discurso musical, durante una ejecución pública. Por supuesto que los músicos están acostumbrados, durante los períodos, de ensayo, a estas interrupciones, pero no les agradan. El público, en esas oportunidades, observa, incrédulo. Lo he comprobado durante los ensayos públicos de la orquesta Sinfónica de Boston. Amplios auditorios se reúnen todas las semanas, por el único placer - estoy convencido de ello - de vivir ese impresionante momento en que el director detiene la música en forma abrupta. Algo marchaba mal; nadie parece saber qué ni por qué; pero por ello se detiene, el fluir de la música, y una sacudida de agradecimiento corre a través de todo el grupo. Para eso se ha reunido, aunque puede no comprenderlo; por eso y por el placer de escuchar la reanudación del flujo musical, que ilumina el rostro del público con una especie de despreocupada y plena seguridad. Claro es que el goce del auditorio es inherente al atrevido impulso de la música; pero, cuanto más esclarecido sea el oyente, este atrevido impulso, que llena el tiempo, tendrá el mayor significado sólo cuando esté acompañado por algún concepto en cuanto al rumbo hacia el cual se dirige; qué elementos psicologicomusicales colaboran para conducirlo hacia su destino y qué satisfacciones arquitectónico formales habrán logrado al conquistar esa meta.

El flujo musical es, en su mayor parte, el resultado del ritmo musical, y el factor rítmico, en la música, es, sin duda, un elemento clave que posee atracción simultánea sobre diversos niveles culturales. Para algunas tribus africanas, el ritmo es música; es lo único que poseen. ¡Pero qué ritmo! Escuchándolo al descuido, nunca sé pasará de los golpes que rompen el tímpano; pero, en realidad, se requiere un oído musical para desentrañar sus intrincados polirritmos. Mentes capaces de concebir semejantes ritmos poseen su propia complejidad; por eso parece inexacto y aun injusto llamarlos "primitivos". En comparación, nuestro propio instinto para el juego rítmico sólo parece de un interés superficial y necesitado de revitalizarse de tanto en tanto.

A causa de que el reflujo de la invención rítmica estaba relativamente bajo en la música europea de fines del siglo XIX, Stravinsky pudo aplicar lo que una vez denominé ¨una inyección hipodérmica rítmica¨ a la música occidental. Su impacto de 1913, La consagración de la primavera, verdadera monstruosidad rítmica para sus primeros oyentes, hoy es una obra establecida definitivamente en el repertorio de conciertos. Ello indica el progreso que se ha logrado en la comprensión y en el gusto de las complejidades rítmicas que dejaban estupefactos a nuestros abuelos. Y al final no está, en modo alguno, a la vista. Compositores más jóvenes nos han llevado hasta el propio límite de lo que la mano del hombre puede ejecutar y han ido inclusive más allá de lo que el oído humano puede captar en el ámbito de la diferenciación rítmica. Triste es decirlo: hay un límite dictado por lo que la naturaleza nos ha brindado en el campo de la capacidad auditiva. Pero, dentro de estos límites, existen grandes zonas de vida rítmica todavía por explorar; formas rítmicas nunca soñadas por los compositores de marchas y mazurcas.

Con esto no deseo empequeñecer las ingeniosidades rítmicas de épocas pasadas. Los ritmos maravillosamente sutiles de los compositores anónimos de fines del siglo XIV, sólo recientemente descifrados; los delicados matices de los ritmos orientales; los cuidadosamente diseñados de los compositores de la Inglaterra de los Tudor, y, trayendo las cosas más cerca de nosotros, la improvisada violencia de los ritmos inspirados por el jazz: todos éstos, y muchos más, deben juzgarse, sin duda, como excelentes placeres musicales.

El ¨color tonal¨ es otro elemento básico de la música que puede ser gustado por personas de distintos niveles de percepción, desde los más legos hasta los más cultivados. Ni siquiera los niños tienen dificultad para reconocer la diferencia existente entre el perfil tímbrico de una flauta y el de un trombón. El ¨color¨ de ciertos instrumentos posee una atracción particular para ciertas personas. Yo mismo he sentido siempre una verdadera debilidad por el sonido de ocho trompas francesas tocando en unísono. Su sonoridad rica, áurea, legendaria, me transporta. Algunos compositores europeos de la hora actual parecen tener amoríos furtivos con el vibráfono. Una infinidad de posibles combinaciones tímbricas es dado lograr cuando se mezclan los instrumentos, y especialmente al fundirse en ese maravilloso invento que es la orquesta sinfónica. El arte de la orquestación, innecesario es decirlo, posee una fascinación inagotable para el compositor; es, en parte, una ciencia, y, también en parte, un inspirado trabajo conjetural.

Como compositor, obtengo gran placer ideando combinaciones ¨tonales¨. A lo largo de los años he notado que ningún elemento del arte del compositor confunde más al lego que esta habilidad para concebir "colores" instrumentales mezclados. Pero recordemos que, antes de mezclarlos, los escuchamos en términos de su parte componentes. Si se examina una partitura orquestal se advertirá que los compositores colocan los instrumentos de acuerdo con las familias organográficas; leyendo de arriba para abajo, es costumbre anotar las maderas, los bronces, la percusión y las cuerdas, en el orden indicado. Las modernas prácticas de orquestación a menudo yuxtaponen estas familias, una contra otra, de modo tal que su personalidad, como familias, permanece siendo reconocible y clara. Este principio puede ser aplicado, también, a la voz del instrumento individual, cuya sonoridad pura permanece, por consiguiente, claramente identificable como tal. La habilidad orquestal consiste en mantener cada uno de los instrumentos fuera del camino de los demás, espaciándolos de manera de evitar la repetición de lo que otro instrumento ya está haciendo, por lo menos en el mismo registro; de tal manera, se explota hasta el máximo el específico valor tímbríco que aporta cada instrumento por separado o agrupado en familias.

En la orquestación moderna, el objetivo es, por lo general, la claridad y la definición de la imagen sonora. Sin embargo, existe otra clase de magia orquestal que depende de cierta ambigüedad del efecto. Porque, el hecho de no poder identificar en forma inmediata cómo se obtiene una particular combinación de colores, aumenta su atracción. Personalmente, me agrada permanecer intrigado por la audición de sonidos no usuales que me obligan a preguntarme cómo los ha logrado el compositor.

De lo dicho acerca del arte de la orquestación, el lector debe de haber inferido la idea de que no es más que un delicioso juego ejecutado para diversión del compositor. Por supuesto que esto no es exacto. El ¨color ¨ en la música, lo mismo que en la pintura, sólo tiene significado cuando sirve a la idea expresiva; porque es la idea expresiva la que dicta al compositor la elección de sus esquemas orquestales.

Parte del placer de ser sensible al empleo del ¨color¨ en la música reside en advertir en qué forma se revelan las características de la personalidad del compositor a través de sus esquemas del ¨color tonal¨. Durante el período del impresionismo francés, por ejemplo, se pensó que Debussy y Ravel poseían una personalidad similar. Sin embargo, un examen de sus partituras habría demostrado que Debussy, en sus páginas más características, buscaba una iridiscencia como pulverizada, una sonoridad delicada y sensual como no sé había oído hasta entonces, mientras que Ravel, utilizando una paleta similar, iba tras el refinamiento y la precisión, tras un brillo diamantino que refleja la naturaleza más objetiva de su personalidad musical.

Los ideales del ¨color¨ cambian en el compositor como cambia su personalidad. Un ejemplo sorprendente es, de nuevo, Stravinsky, quien comenzó con rojos y púrpuras mordíentes, en las partituras de sus primeros ballets, y, durante la década pasada, ha llegado a un gris ascético que realmente estremece al oyente por su austeridad. Para hallar un contraste podemos volvernos hacia una partitura de Richard Strauss, magistralmente realizada, dentro de su estilo, pero excesivamente rica en la acumulación de sonoridades, como una comida alemana que es demasiado elaborada para producir satisfacción. El manejo natural y moderado de las fuerzas orquestales por toda una escuela de compositores estadounidenses indicaría cierta afinidad innata entre los rasgos de la personalidad norteamericana y el lenguaje sinfónico. Ningún lego puede suponer que podrá penetrar todas las sutilezas que encierra una página orquestal de cualquier complejidad, pero, nuevamente aquí, no es necesario poder analizar el espectro del color de una partitura para confortarse con su refulgencia.

Hasta aquí me he referido a las generalidades del placer musical. Ahora deseo concentrarme en la música de algunos compositores para mostrar en qué forma son diferenciados los valores musicales. El malogrado Serge Koussevitzky, director de la orquesta Sinfónica de Boston, nunca se cansó de repetir a los ejecutantes que, si no fuera por los compositores, ellos no tendrían literalmente materiales para ejecutar o cantar. Subrayaba lo que frecuentemente se da por sentado y, por lo tanto, se pierde de vista: el hecho de que, en nuestro mundo occidental, la música habla con la voz del compositor, y la mitad del placer que se obtiene, proviene de que escuchamos una voz particular que formula una declaración individual en un momento específico de la historia. Salvo que se parta de esta premisa, se perderá una de las principales atracciones del arte musical: el contacto con una vigorosa y absorbente personalidad.

Por lo tanto, importa singularmente quién es el músico que escucharemos en una sala de conciertos o de ópera. Sin embargo, tengo la impresión de que para el aficionado, la música es música, y concurre a los acontecimientos musicales con poca o ninguna preocupación por el programa que se le ofrecerá. No ocurre lo mismo con el profesional, para quien significa muchísimo el hecho de sí se escuchará la música de Monteverdi o la de Massenet, la de J.S. o J. C. Bach. ¿No es cierto que todo lo que sabemos, como oyentes, respecto de determinado compositor y de su rmúsica, nos prepara en cierta medida para penetrar en su mentalidad? Para mí, Chopin es una cosa, y Scarlatti otra bien distinta. Nunca puedo confundirlos; ¿puede el lector? Bueno, sea que le resulte posible o no, en mi opinión continúa siendo la misma: hay tantas maneras de gozar escuchando música como hay compositores.

Hasta se puede obtener cierto placer perverso al odiar la obra de determinado músico, Por ejemplo, uno de los ídolos de hoy, entre los compositores, Sergei Rajrnánínov, me irrita. La perspectiva de sentarme para escuchar una de sus dilatadas sinfonías o conciertos para piano, tiende, francamente, a deprimirme. ¿A qué fin conducen todas esas notas? -pienso.-Para mí, el ¨tono¨ característico de Rajrnánínov es de autopiedad y autoindulgencia, teñido por una definida melancolía. Como ser humano, puedo comprender a un artista cuyos arrebatos producen esa música, pero, como oyente, mi estómago no lo tolera. Admito su destreza técnica, pero aun así, está técnica es anticuada a su modo. También acepto su habilidad para escribir dilatadas y cantables líneas melódicas, mas cuando ellas están recamadas por figuraciones, la sustancia musical se diluye y vacíase de significado. Como solía decir André Gide, no es necesario manifestarles esto, y sé que no hará felices a ustedes el hecho de oírlo. En realidad, poca importancia tendrá para el lector la cuestión de sí encuentro digerible, la música de Rajmáninov. Lo que trato de significar es que el arte, sonoro nos impresiona en tantas formas como compositores hay. Por eso, no vale la pena molestarse por menos de una fuerte reacción, en pro o en contra, provocada por él.

A manera de contraste, permítaseme destacar a ese músico permanentemente popular entre los compositores que se llamaba Giuseppe Verdi. Aparte de su música, experimento placer en pensar solamente en el hombre. Si la honestidad y la franqueza brillaron alguna vez en un artista, Verdi es el primer ejemplo. ¡Qué goce constituye tomar contacto con él a través de sus cartas; tropezar con la dura esencia de su personalidad campesina. De esta experiencia se retorna reconfortado y con renovada confianza en el robusto carácter no neurótico de, por lo menos, un maestro de la música.

Cuando yo era estudiante no se consideraba lícito mencionar el nombre de Verdi al lado de los sinfonistas, y absolutamente imposible nombrarlo en la misma frase con el formidable dragón de la ópera: Richard Wagner. Lo que la elite musical hallaba difícil de perdonar en el caso de Verdi era lo ¨trillado¨ de sus obras, su ordinariez. Sí, Verdi es trillado y ordinario a veces, así como, a veces, Wagner es agotador y aburrido. Aquí yace una lección que es necesario aprender: la forma en que estamos gradualmente capacitados para acomodar nuestras mentes a la evidente debilidad en la producción de un artista creador. La historia de la música nos enseña que, antes el primer contacto, los academicismos de Brahms, los longuers de Schubert, lo portentoso de Mahler eran considerados insoportables por sus primeros oyentes, pero, en todos estos casos, las generaciones posteriores han logrado tolerar las debilidades de los hombres de genio en obsequio a otras cualidades que las compensan.

Verdi puede ser a veces trivial, como todos saben, pero su gracia salvadora es una ardiente sinceridad que se antepone a todo. Aquí no hay engaños ni dolo. En cualesquiera de los niveles en que compuso aparece una calidad plena de contenido; todo está dicho en forma directa, limpiamente escrito, sin desperdicio de notas y rnaravillosamente eficaz. Al fin y al cabo, gustosamente debemos convenir en que los materiales musicales de Verdi no necesitan ser escogidos enparticular para que sean aceptables. Y, muy naturalmente, cuando lo son y son inspirados, benefician doblemente al oyente al ser puestos de relieve sobre el fondo de las virtudes sencillas de sus obras comunes.

La vida creadora de Verdi se extendió durante más de medio siglo y progresó firmemente en su interés musical y en su elaboración. Pocos paralelos, en los anales musicales, posee semejante capacidad tan prolongada de desarrollo. Produce una satisfacción particular el hecho de seguir los hitos de una carrera que comenzó en forma tan modesta y oscura, y que, gradualmente, lo condujo al renombre mundial de Traviata y Aída, y luego, para sorpresa general de la comunidad musical, continuó, durante la octava década de su vida, hasta las realizaciones coronarias de Otello y Falstaff.

Si se preguntara el nombre de un músico que se acerque a la composición, sin errores humanos, creo que el consenso general elegiría el de Johann Sebastián Bach. Sólo muy pocos gigantes musicales han conquistado la admiración universal que rodea la figura de este maestro alemán del siglo XVIII. Los Estados Unidos deben amar a Bach porque es el más grande, como podríamos decir, o, si no el más grande, posee pocos rivales y ninguno que lo iguale. ¿Qué es lo que hace que sus mejores partituras sean tan conmovedoras? Durante largo tiempo he tratado de resolver esta cuestión, pero he llegado a dudar de que a alguien le sea posible lograr una respuesta satisfactoria. Sin embargo, una cosa es indudable nunca llegaremos a explicar la grandeza de Bach apartando algunos de los elementos de sus obras. Más bien se trata de una combinación de perfecciones, cada una de las cuales se aplica a la práctica común de su época; unidas, produjeron la perfección madurada de la oeuvre,

El genio de Bach no puede deducirse de las circunstancias de la rutina de su existencia musical. Durante toda su vida, escribió música para hacer frente a los requerimientos de los puestos que ocupó. Con frecuencia, sus melodías fueron tomadas de fuentes litúrgicas; sus texturas orquestales estuvieron limitadas por los recursos de que disponía, y sus formas, en su mayor parte, son similares a las de otros compositores de su tiempo, cuyas obras - digámoslo de paso - había estudiado detenidamente. Para los compositores, "hijos" de él, "papá" Bach fue, ante todo, un famoso ejecutante instrumental, y sólo secundariamente un sólido creador -artesano de la vieja escuela, cuyas composiciones eran poco conocidas en el exterior por la simple razón de que, pocas de ellas, se publicaron durante su vida. Pero ninguno de estos hechos a menudo repetidos explica la influencia universal que sus mejores obras han llegado a tener sobre las generaciones posteriores.

Lo que más me impresiona en las obras de Bach es la rectitud de ellas. No es, simplemente, la rectitud de un solo individuo, sino de toda una época musical. Porque Bach llegó a la cúspide de un dilatado desarrollo histórico; fue el heredero de varias generaciones de artesanos compositores. Nunca, desde entonces, la música ha fundido tan satisfactoriamente la habilidad contrapuntística con la lógica armónica. Esta amalgama de melodías y acordes, de líneas independientes concebidas en forma lineal, dentro de un molde de armonías básicas realizadas verticalmente, brindó a Bach el armazón necesario para su macizo edificio. Dentro de este edificio se halla la suma de todo un período, con toda la grandeza, la nobleza y la profundidad interior que un alma creadora puede brindarle. Temo que es desesperanzado intentar una profundización mayor en cuanto a por qué su música crea la impresión de una integridad espiritual, la sensación de su comunión con la visión más profunda. Sólo nos encontraremos buscando infructuosamente palabras, palabras que nunca podrán esperar encerrar la intangible grandeza de la música, y mucho menos todo lo intangible de la grandeza de Bach.

Quienes estén interesados en estudiar la interrelación existente entre un compositor y su obra, será mejor que se dirijan hacia el siglo que siguió al de Bach, y especialmente hacia la vida y la obra de Ludwing van Beethoven. El crítico inglés Wilfrid Mellers, respecto de Beethoven, dijo recientemente: ¨La esencia de la personalidad de Beethoven, como hombre y como artista, reside en que invita a la discusión en otros términos, aparte de los musicales¨. Mellers quiere significar que tal discusión nos llevaría, sin ninguna dificultad, hacia una consideración de los derechos del hombre, la libre voluntad, Napoleón y la Revolución Francesa, así como otros temas vinculados con éstos. Nunca sabremos exactamente en qué forma el fermento de acontecimientos históricos afectó el pensamiento de Beethoven, pero es indudable que, música como la suya, habría sido inconcebible, a comienzos del siglo XIX, sin una seria preocupación por el temple revolucionario de su época y la habilidad para traducir esta preocupación en el pensamiento musical original y sin precedentes de su propia obra.

Al campo de la música, Beethoven trajos tres innovaciones sorprendentes: en primer término, alteró nuestra propia concepción del arte al subrayar el elemento pscológico implícito en el lenguaje de los sonidos. Gracias a él, la música perdió cierta inocencia, pero ganó, en cambio, una nueva dimensión en la profundidad psicológica. En segundo lugar, su propio espíritu tormentoso y explosivo era, en parte, responsable de una ¨dramatización de todo el arte musical¨. Los tremolandi bajos, retumbantes; los rápidos acentos colocados en sitios inesperados, la insistencia rítmica hasta entonces no oída y los agudos contrastes dinámicos: todas éstas eran exteriorizaciones de una drama interior que brindaron a su música un impacto teatral. Ambos elementos -la orientación psicológica y el instinto dramático- están inseparablemente ligados en mí mente con su tercera y posiblemente más original realización: la creación de formas musicales dinámicamente concebidas sobre una escala antes no intentada y de una inevitabilidad que resulta irresistible. Destacable es en Beethoven, particularmente el sentido de la inevitabilidad. Las notas no son palabras, no están bajo la fiscalización de la lógica susceptible de verificarse, y, por ello, los compositores de todas las épocas han luchado por vencer esta dificultad, produciendo un efecto direccional que resulta convincente para los oyentes. Ningún compositor ha resuelto nunca este problema con mayor brillantez que Beethoven; con anterioridad, nada realmente tan inevitable había sido creado en el lenguaje de los sonidos.

No se necesita mucha perspectiva histórica para comprender qué experiencia sobrecogedora debe de haber sido la música de Beethoven para sus primeros oyentes. Todavía hoy, dada la naturaleza de su música, hay momentos en que, simplemente, no comprendo cómo el arte de este hombre pudo imponerse en el ¨gran¨ público musical. Evidentemente, él debe de haber dicho algo que todos deseaban oír. Y, sin embargo, si se escucha viva y atentamente, las ventajas contra la aceptación son igualmente evidentes. Como sonido puro, poco hay de exquisito en su música, la cual irradia una sonoridad relativamente "seca". El compositor nunca pareció mimar al oyente, ni nunca saber o importársele lo que a él le agradara. Sus temas no son particularmente hermosos o memorables; acaso son más aptos expresivamente que diseñados con hermosura. Sus maneras son, en general, ásperas y no ceremoniosas, como si la cuestión que se discute fuera demasiado importante para ser expuesta en términos urbanos o diplomáticos. Adopta un ¨tono¨ perentorio e incitante, suponiendo, en particular en sus obras más vigorosas, que el oyente no tiene otro recurso que escuchar Y esto es precisamente lo que ocurre: escucha. Por encima y más allá de cualquier otra consideración, Beethoven posee una cualidad en importante grado: es enormemente urgente.

¿Sobre qué es tan urgente? ¿Cómo puede uno no sentirse urgido y no ser conmovido por el fervor moral y la convicción de un hombre semejante? Sus mejores obras son la representación de un triunfo, un triunfo de afirmación en presencia de la condición humana. Beethoven es uno de los grandes afirmativos entre los artistas creadores. Regocijante resulta compartir su clara contemplación de la trágica suma de la vida. Su música evoca lo mejor de nuestra naturaleza; en términos puramente musicales, Beethoven parece exhortarnos a Ser Nobles, a Ser Fuertes, a la Grandeza de Alma, y a Ser Compasivos. Estos preceptos éticos se extraen del fondo de su música, pero es la música en sí misma -las nueve sinfonías, los dieciséis cuartetos, las treinta y dos sonatas para piano- la que nos atrapa, y lo hace casi en la misma forma cada vez que vamos a ella. La esencia de la música de Beethoven parece indestructible; lo efímero del sonido parece poseer poca relación con su sustancia extrañamente inmutable.

Verdadero contraste produce pasar de la severidad de Beethoven al mundo bien diferente de un compositor como Palestrina. La música de Palestrina se escucha más raramente que la del maestro germano, acaso porque aquélla parece más particular y remota. En la época de Palestrina, la música coral era la que ocupaba el centro del proscenio, y muchos compositores vivieron sus vidas, como lo hizo Palestrina, vinculados con los servicios litúrgicos. Sin conocer los detalles de su vida, y sólo sobre la base exclusiva de su música, resulta evidente que la pureza y la serenidad de su obra refleja una profunda paz interior. Cualquiera que haya sido la tensión de la vida cotidiana en la Roma del siglo XVI, su música respira apaciblemente en algún lugar apartado. Todo en ella conduce hacia la vida contemplativa: la dulzura de sus armonías modales, el gradual movimiento de las frases melódicas, la facilidad consumada en el manejo de la polifonía vocal. Su música luce blanca sobre la página y suena ¨blanca¨ en las voces. Compuesta con firmes eclesiásticos -como mucha de ella lo fue-, su homogeneidad de estilo le brinda un penetrante humor de impasibilidad y un carácter ultramundano. Cuando se la presenta como simple rutina, esta música puede resultar pálida y apagada. Pero, en sus mejores versiones, las misas y los motetes de Palestrina crean una belleza etérea como sólo el mundo de los sonidos puede encarnar.

Mi preocupación aquí por compositores de primera línea como Bach, Beethoven y Palestrina no está destinada a sugerir que sólo los más grandes nombres y las mayores obras maestras son dignos de la atención del lector. El arte musical, tal como lo escuchamos en nuestros días, si por algo sufre es por una dosis excesiva de obras maestras, por una preocupación obsesiva por las glorias del pasado. Este hecho restringe el panorama de nuestra experiencia musical y tiende a sofocar el interés por el presente; oscurece a muchos compositores excelentes cuyas obras son menos que perfectas. Por ejemplo, no puedo estar de acuerdo con Albert Schweitzer, quien una vez señaló que, ¨de todas las artes, la música es aquella en que la perfección es un sine qua non, y que los antecesores de Bach estaban predestinados al olvido, pues, al ser comparados, sus obras no resultaban maduras¨. Decir esto puede resultar una crítica excesiva, pero el hecho es que nosotros nos hastiamos de todo, aun de la perfección. Más exacto sería decir que los antecesores de Bach poseían un encanto desmañado y una simple gracia a los que ni siquiera el genio de Eisenach podía acercarse, justamente por su perfección madura. Delacroix tuvo algo de mi idea cuando, en su diario, se quejaba de que Racine fuera demasiado perfecto; de que esa perfección y la ausencia de blancos e incongruencias lo privara de la especie que uno encuentra en obras plenas de belleza y de defectos al mismo tiempo?¨.

Durante los últimos años, nuestros placeres musicales se han ampliado merced a la familiaridad -frecuentemente a través de los discos fonográficos- con un período de la historia musical lleno de bellezas y de defectos que antecede en muchos años a la era de Bach. Los musicólogos, a quienes a veces se reprocha de su pedantería, han puesto ante nosotros manjares musicales sustraídos de lo que parecía un pasado irrecuperable. Grupos de pioneros, en más de un centro musical, han revivido toda una época musical al descifrar antiguos manuscritos de compositores anónimos, al reconstruir instrumentos en desuso e imaginando, lo mejor que le es posible, lo que debe de haber sido el característico sonido vocal en esa remota época. Mediante esta investigación erudita y una regular dosis de simples conjeturas, han hecho posible que escuchemos música de una extraordinaria tristeza y soledad, dotada de una desnudez en su textura que nos recuerda, a veces, la obra de algunos compositores de la actualidad. Esta impresión contrasta con las piezas de tipo bailable que resultan conmovedoras por su inocencia. La ingenuidad de esta música -o lo que a nosotros nos parece ingenuo- ha estimulado un atento enfoque de los problemas de las ejecuciones realistas que encuentro difícil de vincular con los aspectos más rudos de la Edad Media. Pero esto no importa; las ideas respecto de la interpretación cambiarán, y, entre tanto, habremos aprendido a extender los límites convencionales de la utilizable historia de la música y a calar en una nueva mina de tesoros musicales.

Recientemente, un joven poeta norteamericano escribió: Nada podemos saber del pasado si no sabemos del presente. Parte del placer de consagrarnos al arte lo constituye la excitación de aventurarnos entre sus manifestaciones contemporáneas. Pero, en el campo de la música, ocurre algo extraño en ese sentido. Las mismas personas que encuentran perfectamente natural el hecho de que los libros, las obras teatrales y la pintura modernos son controvertibles, parecen desear huir de ser cuestionados y preocupados cuando se trata de música. En nuestro campo parece existir una inagotable sed por lo familiar, y poca curiosidad en cuanto a la situación estética de los compositores más recientes. Tal como yo los veo, estos amantes de la música no aman la música lo suficiente, pues, de otro modo, sus mentes no estarían cerradas a una era que nos reserva la promesa de una fresca y no usual. Charles lves decía que la gente que no podía tolerar la disonancia poseía ¨oídos afeminados¨. Afortunadamente, en la actualidad existen, en todos los países, algunas almas valientes que no se preocupan en absoluto por tener que investigar un poco para hallar sus placeres musicales; que gozan, en realidad, al verse confrontados con el artista creador cuyas obras poseen un carácter problemático.

Paul Valéry nos cuenta que, en Francia, fue Stéphane Mallarmé quien se identificó en la mente de la gente como el prototipo del autor difícil. De acuerdo con Valéry, su poesía engendró un nuevo tipo de lector que ¨ no podía concebir el plaisir sans peíne; a quien no le gustaba gozar sin pagar un tributo por ello, y que hasta no podía experimentar felicidad sin que su alegría fuera, en alguna medida, el resultado de su propia labor, deseando sentir lo que sus propios esfuerzos le demandaban... Este fragmento es aplicable con toda exactitud a ciertos amantes de la música contemporáneas. Sé rehúsan a ser ahuyentados con demasiada facilidad. Yo mismo, cuando doy con una obra musical cuya importancia se me escapa en primera instancia, pienso: ¨No la estoy captando. Tendré que volver a ella una segunda o tercera vez¨. No me importa en absoluto que me disguste positivamente una página de música contemporánea; mas, para sentirme feliz respecto de ella, debo saber conscientemente por qué me desagrada. De otro modo, permanecerá en mi mente como algo inconcluso.

Esto no resuelve el problema del aficionado a la música de buena voluntad que dice: ¨Me agradaría gustar de estas cosas modernas, ¿pero qué hago?¨. Bueno, la verdad desnuda es que no existen fórmulas mágicas, ni atajos que tornen lo no familiar cómodamente familiar. No existe otro consejo aparte de éste; relájese -esto es de importancia fundamental- y luego escuche las mismas obras el número suficiente de veces como para que realmente cobren importancia. Afortunadamente, no toda la música nueva debe ser clasificada como difícil de comprender. Una vez tuve la oportunidad de clasificar a los compositores contemporáneos en categorías de acuerdo con la dificultad relativa de sus obras, desde los más fáciles hasta los realmente muy difíciles, y un número sorprendente de compositores entró dentro de la primera. De los compositores cuyas obras son problemáticas, los cultivadores de la música dodecafónica son los más difíciles de comprender, pues su abandono de la tonalidad constituye un rudo golpe para los viejos hábitos auditivos. Ninguna otra fase de la nueva música -ni siquiera la violencia de la expresión, el contrapunto disonante, o las formas no usuales- ha ofrecido la plataforma tambaleante de la pérdida de la tonalidad central. Lo que Arnold Schönberg inició en la primera década de nuestro siglo, pasando de sus obras de tonalidad deliberada a sus plenamente propios fundamentos del arte musical. Por eso no es de extrañar que todavía se encuentre en proceso de ser gradualmente absorbido y digerido.

La cuestión que todavía aguarda respuesta es si la música dodecafónica de Schönberg constituye el camino hacia el futuro, o si es, simplemente, una fase transitoria. Por desdicha, esta cuestión debe permanecer como una pregunta sin respuesta, pues en el territorio de las artes no existen pronósticos garantizados. Todo lo que sabemos es que los compositores llamados ¨difíciles¨ a veces se han visto sujetos a notables, revisiones de opinión. Un ejemplo reciente es el caso de Béla Bartók. Ninguno de nosotros los que conocíamos su música en la época de su muerte, acaecida en 1945, podía haber pronosticado el repentino surgimiento de interés que se ha despertado por su obra, y su actual difusión mundial. Habríamos pensado que su lenguaje musical era demasiado ¨duro¨, demasiado insistente, demasiado sutil y exento de compromiso para retener la atención de los más amplios auditorios. Y, sin embargo, quedó demostrado que estábamos equivocados. Directores y ejecutantes sé apoderaron de sus obras en lo que debe de haber sido el momento propicio, un momento en que el gran público estaba preparado para esta clase de vitalidad rítmica, para su apasionado y desesperado lirismo, para su extraordinario don de organización que perfeccionaba la forma total de un movimiento, mientras mantenía todos los detalles más pequeños relacionados con el discurso principal. Cualesquiera que sean los motivos, el caso Bartók demuestra que, en nuestros hábitos auditivos, existe un inconsciente proceso evolutivo en marcha, responsable de la súbita conciencia y comprensión que se observan en ellos.

Uno de los aspectos que más atraen a quienes se preocupan por la nueva música radica en el posible descubrimiento de obras importantes creadas por la generación más joven de compositores. Ciertos patrocinadores, algunos editores y directores de orquesta, y menos frecuentemente ciertos viejos compositores, han demostrado una tendencia marcada hacia lo que crean las generaciones más noveles. Por ejemplo, Franz Listz exhibió singular percepción para advertir a los compositores maduros, mientras se hallaban en su estado embrionario. En su época, estuvo en contacto y alentó los esfuerzos de músicos nacionalistas como Grieg, Smetana, Borodine, Albéniz y nuestro Edward McDowell. El crítico francés Sainte-Beuve, escribiendo respecto de esa época y refiriéndose al descubrimiento de jóvenes talentos, dijo: ¨No conozco placer más agradable para un crítico que comprender y describir a un talento joven en toda su frescura, sus cualidades francas y primitivas, antes de, que sean pulidas por cualesquiera elementos adquiridos y quizás manufacturados¨.

Los típicos músicos jóvenes de hoy aparecieron en la escena durante los años de posguerra. Al proponer un nuevo ideal musical, trastornaron a sus mayores en la forma tradicional. Exigieron una música cuya elaboración fuese absolutamente fiscalizada en todos sus detalles. Escogieron como héroe a un alumno Y discípulo de Schönberg: Anton Webern, cuyas obras avanzadas eran, en muchos sentidos, una aplicación más lógica y menos romántica de los principios dodecafánicos schönbergianos. Inspirados en la música curiosamente original y raramente ejecutada de Webern, todos los elementos de la composición serían puestos bajo rigurosa fiscalización. No sólo las series de tonos y sus armonías resultantes, sino hasta los ritmos y la intensidad recibirían el tratamiento dodecafónico. La Música que produjeron, admirablemente lógica en el papel, al ser ejecutada produce una impresión bastante fortuita. Recuerdo perfectamente mis primeras reacciones al escuchar ejemplos de las últimas producciones de estos músicos jóvenes, pues entonces tomé notas de ellas. Permítaseme leer algunos breves fragmentos: Uno recoge la idea de que estos muchachos están comenzando de nuevo desde el principio, con el tono y la sonoridad separados. Las notas están sembradas como disjecta membra; se advierte a un fin de la continuidad en el viejo sentido y un fin de las relaciones temáticas. En esta música, se espera escuchar lo que ocurrirá luego, sin brindarnos la menor idea de lo que realmente ocurrirá, o por qué lo que sucedió lo hizo una vez sucedido. Quizá se pueda decir que la moderna pintura de Paul Klee ha invadido la nueva música. Yo la describiría como la falta de vinculación de los tonos no relacionados -por así decirlo-. Nadie sabe en realidad adónde llegará, y tampoco yo lo sé. Sin embargo, una cosa es segura. sea lo que fuere que piense el oyente, es, sin duda, la música más frustratoria que jamás se haya colocado sobre el atril de un ejecutante.

Desde que escribí esas notas, algunos de los compositores europeos más jóvenes se han bifurcado hacia los primeros experimentos en el campo de la música producida electrónicamente. Para ella no se requieren ejecutantes, ni instrumentos musicales, ni micrófonos. Pero el compositor debe estar capacitado para grabar en cinta magnetofónica e imprimir en ella vibraciones electromagnéticas. Quienes han oído grabaciones de recientes composiciones electrónicas, estoy seguro de que estarán de acuerdo en que, en este caso, deberemos ampliar nuestro concepto respecto de lo que hay que incluir bajo la denominación de placer musical. Tendrán que considerar zonas de sonido hasta ahora excluidas de los esquemas musicales. Y, ¿por qué no? Frente a tantos postulados del hombre sujetos de revisión, ¿cómo puede esperarse que la música continúe siendo la misma? Sea lo que fuere que pensemos de sus esfuerzos, estos jóvenes experimentadores evidentemente necesitan más tiempo para ser juzgados; carece de sentido intentar una evaluación antes de que hayan explorado más profundamente el nuevo terreno. Algunos nombres deben traerse a primer plano: en Alemania, Karlheinz Stockhausen; en Francia, Pierre Boulez; y en Italia, Luigi Nono y Luciano Berio. Lo que ellos han compuesto suscitaron polémicas, publicaciones, patrocinos radiofónicos en el exterior, cónclaves anuales, pero no tumultos. La reacción violenta de los años 1910-1920, frente a la entonces nueva música de Stravinsky, Darius Milhaud y Schönberg, aparentemente no sé repetirá muy pronto. Todos hemos aprendido algunas cosas respecto de la recepción de golpes, musicales y de los otros. El golpe puede haber desaparecido, pero el desafío permanece, y si nuestro amor por la música es todo lo amplio que debe ser, habrá que desear enfrentarlo con la cabeza erguida.

Apenas parece posible terminar una conversación sobre los placeres musicales, en una universidad norteamericana, sin mencionar la palabra ritualística: jazz. Pero, alguien se sentirá seguro para preguntar si el jazz es serio. Temo que es demasiado tarde para molestarse con esta cuestión, puesto que el jazz, serio o no, está muy entre nosotros, y es evidente que produce placer. La confusión surge, según creo, del intento de hacer que el jazz cubra zonas expresivas más amplias que aquellas a las que naturalmente pertenece. El jazz no produce lo que logra la música ¨culta¨, ni en el radio de su expresividad emocional, ni en el de la profundidad de sentimiento, ni en la universidad de su lenguaje. (Posee, sí, universalidad de atracción, la cual no es lo mismo). Por otra parte, el jazz produce lo que la música ¨culta¨ no puede lograr: sugerir un coloquialismo del lenguaje musical que es naturalmente delicioso, una especie de sentimiento actual, menos durable que el de la música ¨clásica¨, quizá, pero con una actualidad y una vibración que los oyentes de todo el mundo encuentran regocijante.

Personalmente, me gusta el jazz libre y sin trabas, así como tan alejado del producto comercial común como sea posible. Afortunadamente, cuando más progresistas, los hombres del jazz me parecen cada vez menos refrenados por los convencionalismos de su lenguaje musical; tan poco refrenados que, en realidad, parecen encabezar nuestra marcha. Con ello quiero significar que las libertades armónicas y estructurales de la reciente música ¨seria¨ ha ejercido una influencia tan considerable sobre los compositores de jazz más jóvenes que progresivamente se ahonda la dificultad de mantener divididas con claridad las categorías del jazz y de lo que no es jazz. Porque en la actualidad, se está desarrollando un cruce fertilizante de nuestros dos mundos que promete, para el futuro, una rara síntesis. Nosotros, los del lado ¨serio¨, envidiamos el virtuosismo del instrumentalista de jazz, en particular su habilidad para improvisar con libertad, y a veces en forma espectacular, sobre un tema dado. Por otro lado, de los hombres del jazz parece haberse apoderado una nueva seriedad; parecen explorar flamantes combinaciones instrumentales y atrevidos diseños armónicos, y van tan lejos como para abandonar la famosa marcación del jazz que mantiene juntos todos sus elementos dispares para considerar problemas formales bien distantes de las regularidades simétricas impuestas en el género de épocas anteriores. En general, la escena del jazz es animada, muy animada, y distante en más de medio siglo desde que Debussy sé inspiró en antecedentes jazzísticos para escribir Golliwog's Cake-walk.

Hasta ahora, espero haber dicho lo suficiente para persuadir al lector de la amplitud del placer musical que aguarda al oyente bien dotado. El arte musical, sin un tema específico y con poco específico sentido, es, sin embargo, un bálsamo para el espíritu humano; no es un refugio, ni una huida de la realidad de la vida, sino un puerto en el cual uno toma contacto con la esencia de la existencia humana. Yo, por mi parte, extraigo sustancia de la música como uno podría absorberla en una fuente. Invito a todos ustedes a que participen de ese placer.

 

  CAPÍTULO SEGUNDO

LA CREACIÓN EN LOS ESTADOS UNIDOS (2)

El espíritu creador, tal como se manifiesta en nuestro país, es, seguramente, un tema apropiado para tratar ante esta academia e instituto, dedicados, como lo están, al ¨fomento de la literatura y de las bellas artes en los Estados Unidos¨. Ya sabemos que el acto de creación es un hecho capital en el proceso de la vida. El acto creador viene de muy lejos en el tiempo; te ha efectuado y continúa efectuándose en toda las comunidades humanas y en todos los niveles del desarrollo de la humanidad, de modo que, ahora, posee una significación casi hierática, una significación similar a la de la experiencia religiosa. Una civilización que no produce artistas creadores es enteramente rústica o está absolutamente muerta. Un pueblo maduro experimenta la necesidad de dejar trazos de su carácter esencial en obras de arte, pues, de otra modo, falta un poderoso incentivo en la voluntad de vivir.

En la vida de un hombre y de un país, ¿qué significa, exactamente, la creación? En primer término, el acto creador afirma al individuo y le otorga valor y a través de el, lo otorga, también, al país del que forma parte. El individuo creador pone de relieve su más profunda experiencia, resume esa experiencia y establece una cadena de comunicación con sus congéneres sobre una base mucho más profunda que cualquier otra cosa conocida por el mundo práctico. La experiencia del arte depura las emociones; a través de ella tocamos la fiereza de la vida y su básica intratabilidad, y, por medio de ella nos acercamos en lo más al acto de imprimir a un material esencialmente intratable algún grado de permanencia y de belleza.

El hombre que vive la vida creadora en el mundo de hoy es, a pesar de sí mismo, una figura simbólica. Dondequiera que pueda estar, o sea lo que fuere que pueda decir, es, en su propia mente, la encarnación del hombre libre. Porque debe sentirse libre para actuar en forma creadora, toda vez que, en la medida en que proceda de acuerdo con sus propios gustos, creará obras significativas. Debe tener el derecho de protestar, o aun de vilipendiar su propia época si cree conveniente hacerlo, así como la posibilidad de entonar sus alabanzas. Por sobre todo, nunca debe abandonar la facultad de estar equivocado, pues el creador debe siempre ser instintivo y espontáneo en sus impulsos, lo cual significa que puede aprender tanto de sus errores como de sus realizaciones satisfactorias. No quiero sugerir que el artista carezca de frenos de cualquier naturaleza. Pero la disciplina del artista es una disciplina madura, pues es autoimpuesta y actúa como estímulo de su mente creadora.

Las personas dotadas de facultades creadoras, cuando se juntan, raramente hablan de estas cuestiones como yo lo hago ahora. Las dan por sentado, pues son simplemente los ¨hechos de la vida¨ para el artista en actividad. En realidad, el creador vive en un mundo más intuitivo que el del conscientemente ordenado que yo he descrito aquí. Tiene conciencia, no tanto de las implicaciones humanas y estéticas de la obra redondeada y terminada, como de las imperfecciones de la obra en proceso de elaboración. Paul Valéry decía que un artista nunca termina su obra, sino que, simplemente, la abandona. Pero, por supuesto que, cuando uno la abandona, es con el objeto de comenzar de nuevo con otra. Por consiguiente, el artista vive en un constante estado de autodescubrimiento, creyendo tanto en el valor de su obra como en su perfectibilidad. Como hombre libre, establece un ejemplo de persistencia y cree que otro hombre haría bien en pensar con particular cuidado, especialmente en un mundo confundido y dominado por las autodudas.

Todo esto es probablemente elemental para los miembros de esta distinguida comunidad de creadores. Pero lo que pienso es si resulta correcto suponer que es, asimismo, ¨infantil¨ para la generalidad de nuestros conciudadanos. ¿Capta realmente, el término medio de los norteamericanos, el concepto implicado en el vocablo ¨creación¨? ¿Los artistas de los Estados Unidos han logrado penetrar -es decir, en el sentido más profundo- en la mente del país? En realidad, lo dudo seriamente. Algunos de mis amigos me dicen que no existen circunstancias especiales que rodeen la idea de creación en nuestro país, y que mi tema- la creación en los Estados Unidos no tiene sentido, pues la creación es idéntica en todas partes. Pero mi observación y mi experiencia me han convencido de dos cosas: primero, que la noción del hombre creador desempeña aquí un papel menos importante que en otros países, y, segundo, que es particularmente necesario que nosotros, los artistas de los Estados Unidos, aclaremos a nuestros compatriotas el valor asignado en todas latitudes a la idea de la personalidad creadora.

Los orígenes de la actitud norteamericana hacia la creación son bastante comprensibles. Somos los herederos de un pueblo colonial, y a causa de que, durante largo tiempo, importamos riquezas culturales de allende el mar, para los estadounidenses se convirtió en tradicional el hecho de jugar al arte como algo adquirido en el exterior. Por fortuna, existen signos de que esta idea se diluye lentamente, quizás para siempre, juntamente con otros preconceptos del siglo XIX acerca del arte en los Estados Unidos. Sin embargo, los europeos parecen intentar la perpetuación de este mito. Cuando, estuve en el exterior, en 1951, me percaté de cierta renuencia, por parte de los amantes de la música, hacia la creencia de que los Estados Unidos eran capaces de producir obras de primera categoría en el campo de la música. De ello parecía deducirse que era inadmisible que un país dotado de potencia industrial y científica, al mismo tiempo tuviera la potencialidad del desarrollo cultural. En todo momento señalé que, precisamente porque sólo la habilidad comercial y científica resultan insuficientes para justificar una civilización, era doblemente necesario para países como los Estados Unidos, demostrar que es posible, al mismo tiempo, producir, juntamente con comerciantes y hombres de ciencia, artistas creadores que puedan continuar la tradición cultural de la humanidad.

El crítico musical británico Wilfrid Mellers dramatizó el papel crucial que los Estados Unidos deben desempeñar en ese sentido, cuando escribió que la creación de una vital música norteamericana (podía haber escrito poesía o música norteamericanas). es inseparable de la continuidad de la civilización. Supongo que se podría emplear una frase menos grandiosa y decirlo en esta forma: crear una obra de arte en una comunidad no industrial y en un ambiente sencillo, resulta un hecho relativamente no problemático. Así, el campesino empobrecido, carente de todas las distracciones de la moderna vida urbana, talla algo en un trozo de árbol o teje un diseño en una tela. Luego viene alguien y le dice: ¨¡Caramba!, esto es arte, debemos llevarlo al museo¨. Una situación en contraste con la anterior, aunque análoga, se obtiene en un país como Francia. Allí, durante muchos siglos, se ha establecido una dilatada tradición de realizaciones culturales; por eso no resulta sorprendente que una nueva generación pueda llevarla adelante a través de la creación de nuevas obras de arte. La creación, en semejante ambiente, no requiere demasiada imaginación. Pero, en una civilización como la nuestra, dotada de pocos conceptos tradicionales y con muchas fuerzas en conflicto, cada generación debe reafirmar la posibilidad de la coexistencia del industrialismo y la actividad Creadora. Es como si cada artista tuviera que volver a inventar por sí mismo el proceso creador y luego aventurarse a encontrar un auditorio lo suficientemente sensible como para captar algún indicio de lo que él experimentó en primera instancia.

Digo esto con cierta dosis de sentimiento personal, como nativo del otro lado del East River, que creció en un ambiente que difícilmente podría ser descripto como artístico. Mi descubrimiento de la música y de las artes con ella vinculadas fue el desenvolvimiento natural de un impulso interior. Comprendo que no puede esperarse que todos los amantes del arte posean el tipo de penetración en el contacto con sus expresiones que es típica del artista en ejercicio de su profesión. Lo que me parece importante no es que todos nuestros ciudadanos comprendan el arte en general, o aun el arte que nosotros mismos creamos, sino que conozcan plenamente la fuerza civilizante que presenta la obra de arte; civilizante fuerza que se necesita con urgencia en nuestro tiempo. No temo que el arte sea aplastado en los Estados Unidos, lo que temo es que no sea lo suficientemente advertido como para que importe.

¿Ouíén tiene la culpa de que el artista cuente tan poco en la preocupación del público? ¿Siempre ha sido así? ¿Existe, quizá, algo equivocado en la naturaleza del arte que se crea en Estados Unidos? ¿Es deficiente nuestro sistema de educación en su actitud hacia el producto artístico? ¿Deben nuestros gobiernos estatales y federal tener mayor injerencia en el desarrollo cultural de los ciudadanos?

Comprendo que formuló más preguntas de las que posiblemente puedan tratarse en un discurso tan breve. No cabe duda de que la pregunta más sujeta a controversias es la de la injerencia de los gobiernos en las artes. En esta cuestión el problema central radica en si las artes y los artistas deben ser nutridos, o si es más saludable dejarlos que se alimenten por sí mismos. Para ambos aspectos de esta cuestión podrían elaborarse argumentos convincentes. En los Estados Unidos, la nutrición de las artes se ha efectuado, tradicional mente, merced a fondos privados más bien que públicos. Este tipo de patrocinio, que sirvió regularmente bien al país en épocas pasadas, en la actualidad se está convirtiendo, cada año, en más inadecuado, por razones que son obvias para todos nosotros. También es clara la creciente tendencia de la injerencia del gobierno. Y todo señala la eventual admisión del principio en disputa, es decir, el de que nuestro gobierno debiera preocuparse activamente por el bienestar del arte y de los artistas profesionales en los Estados Unidos. En realidad, el gobierno federal invierte cierta parte de su presupuesto en proyectos culturales, pero por desdicha, éstos deben siempre ocultarse bajo los títulos de ¨ educación ¨ o ¨información¨, o aun de ¨defensa nacional¨, mas nunca como franco apoyo a las artes. Esto debe cambiar.

Pero por favor, no se interprete mal. No pido una limosna para los artistas de los Estados Unidos. Aun sobre la base de ese nivel, la Work Progress Administration (3) a menudo realizó obras valiosas. Mi opinión es que el futuro demostrará que el gobierno necesita artistas con tanta urgencia como los artistas requieren el interés del gobierno. He aquí un ejemplo que viene a mi mente. Nuestro Departamento de Estado, en una iniciativa relativamente reciente, estableció más de ciento cincuenta centros culturales a través del mundo y depositó en ellos libros, partituras musicales, discos fonográficos y pinturas norteamericanas, así corro materiales educacionales y científicos. (Dicho sea de paso, es estimulante observar uno de estos centros culturales en acción, como lo hice en Roma, Tel-Aviv y Río de Janeiro; observar un salón repleto de gente joven tomando contacto con intelectuales norteamericanos a través, de sus libros, sus pinturas y su música). El gobierno adquiere los materiales necesarios para estos centros y los distribuye en el exterior. Sólo falta un paso más para convencer al gobierno de que si el producto terminado se necesita, y es digno de ser adquirido, algo debiera hacerse para estimular la creación del producto mismo, en lugar de dejarlo enteramente librado a la casualidad fortuita de que algunos artistas provean lo que se necesita.

No me cabe duda de que algunos de ustedes pensarán qué decir respecto de los peligros de la fiscalización burocrática de las artes y si vale la pena correr el riesgo. Personalmente, creo que sí. La experiencia europea y latinoamericana en este sentido es, sin duda, digna de tenerse en cuenta. Los subsidios a las artes en estos países alcanzan con frecuencia una sorprendente generosidad. Y han continuado durante los períodos de tirantez económica, de guerras y cambios de régimen. En más de una oportunidad he oído quejas acerca del comportamiento dictatorial de un ministerio de educación, u objeciones en cuanto al fracaso académico producido por una sala de ópera patrocinada por el Estado. Pero nunca he oído a nadie, en países extranjeros, sostener que el sistema de subsidio a las artes por parte del Estado deba abandonarse por los peligros que entraña. Muy por el contrario: nos miran como seres extraños por permitir una política laissez-aller en relación con el arte norteamericano. Con seguridad, en una democracia en que cada gobierno elegido constituye unpeligro calculado, debiéramos estar inclinados a desear una solución por lo menos tan feliz como la lograda en el extranjero. La fiscalización burocrática del artista en un régimen totalitario es una cosa que espanta; pero en una democracia podría ser posible idear un apoyo liberal de las artes, a través de los fondos del gobierno, sin ningún resultado permanentemente deplorable.

Todo esto no carece de vinculación con mi principal afirmación de que el artista y su obra no cuentan suficientemente en los Estados Unidos del siglo XX. Con frecuencia, la gente tiende a reflejar las actitudes de la autoridad constituida. Nuestro pueblo mostrará más preocupación por el bienestar del arte en los Estados Unidos.

Esto ha sido admirablemente demostrado en nuestro sistema educacional con respecto a la enseñanza musical de nuestra juventud. En una generación, con un cambio de actitud por parte de los profesores, todo el panorama de la música en las escuelas ha sido alterado, de manera que hoy poseemos orquestas sinfónicas y coros de jóvenes que sorprenderían a nuestros colegas europeos, si supieran de su existencia. Sin embargo, no puedo afirmar honestamente que los jóvenes que cantan y ejecutan instrumentos tan bien, hayan sido guiados a tomar sino una actitud convencional respecto de los creadores cuya música interpretan. Falta un vital eslabón de unión, un eslabón que nos permitiría transformar un respeto puramente superficial en una vívida comprensión de la idea que rodea a la creación. De alguna manera, tarde o temprano, deberá llenarse el vacío de comprensión no sólo con respecto a la música, sino acerca de todas las artes. De alguna manera deberá alentarse la realidad significativa para toda la comunidad, del creador como persona. En nuestro país, la creación depende, en parte, de la comprensión de todo el pueblo. Cuando se la comprenda como actividad de hombres libres e independientes, resuelta sobre la reflexión y la síntesis de nuestro tiempo en obras hermosas, el arte entrará en los Estados Unidos en su fase más importante.

 

CAPÍTULO TERCERO

LA MÚSICA COMO UN ASPECTO DEL ESPÍRITU HUMANO (4)

Como parte de la celebración del bicentenario de la Universidad de Columbia, se me ha pedido que improvise sobre el tema de la música como un aspecto del espíritu humano¨. Creo que la mayor parte de los compositores estarán de acuerdo en que cada nueva composición constituye una especie de improvisación planeada sobre un tema. Cuanto más amplio el tema, más arduo resulta llevarlo a su más completa conclusión. El tema de hoy es realmente amplio. Estuve muy cerca de carecer del valor para enfocarlo, hasta que me golpeó la idea de que, como compositor, estoy ocupado todos los días, precisamente, con este tema., la expresión, por la vía de la música, de una básica necesidad del espíritu humano. Para un espectador casual, cuando escribo una partitura, puedo no estar haciendo más que colocar pequeñas marcas negras sobre un papel pautado. Pero en realidad, si ahora dejo de pensar en ello, me preocupo por una de las realizaciones humanas verdaderamente únicas: la creación de una música artística. En realidad, yo me he preocupado por ella durante más de treinta años, sin disminuir mi sentido de humildad ante la majestad del poder expresivo de la música, ante su capacidad para poner de relieve un recurso profundamente espiritual de la humanidad.

Mi tema de hoy es tan inmenso que resulta difícil saber por dónde asirlo. Para empezar por el comienzo, ¿podemos decir qué es la música? Una y otra vez se ha formulado esta pregunta. Las respuestas brindadas nunca parecen enteramente satisfactorias a causa de que las fronteras de la música son excesivamente dilatadas y sus efectos demasiado complejos para ser contenidos dentro de una sola definición. El simple hecho de describir su impacto físico en nosotros no es muy fácil. Por ejemplo, ¿cómo emprendería la descripción del arte de la música para un sordomudo? Hasta hablar del efecto de una simple nota, en contraposición con un acorde aislado, es bastante difícil. Pero, ¿cómo se puede abarcar en forma adecuada la descripción de toda una sinfonía? Todo lo que sabemos es que, por alguna inescrutable razón, la mayor parte de los seres humanos vibra favorablemente ante sonidos de altura establecida cuando están organizados en forma coherente. Estos sonidos o notas, cuando los engendra un instrumento, o la voz humana, individualmente o en combinación, producen una sensación que puede ser profundamente conmovedora o simplemente agradable, o aun, a veces, irritante. Cualquiera que sea la reacción, la música que realmente se escucha rara vez deja indiferente al oyente. Los músicos reaccionan con tanto vigor ante las sensaciones musicalmente producidas que ellas se convierten en una necesidad de la vida cotidiana.

Al decir tanto, por supuesto que he dicho muy poco. No se puede decir más lo que es la música de lo que se puede decir respecto de lo que es la vida misma. Pero si la música está más allá de toda definición, quizá podamos esperar elucidar en qué forma el arte de la música es expresivo del espíritu humano. Con espíritu cuasi científico, permítaseme considerar, si puedo, lo que hago cuando compongo. La propia idea es un poco extraña, porque difícilmente es posible observarse al componer. La sanción por hacerlo es el peligro de perder la continuidad de nuestro pensamiento musical. Y sin embargo, no puede afirmarse que cuando compongo estoy elaborando pensamientos precisos, en el sentido usual de ese término. Tampoco ando a tientas sobre concepciones en abstracto. En cambio, me parece estar absorbido en una esfera de emociones refinadas. Subrayo la palabra refinadas, pues estas emociones no son en absoluto vagas. Es importante captar este hecho. No son vagas porque se presentan en la mente del compositor como ideas musicales determinadas. Desde el instante de su nacimiento, poseen identidad específica, pero es una identidad que está más allá de las posibilidades de la palabra para contenerla o circunscribirla. Estas ideas germinales, o pensamientos musicales refinados, como yo los denomino, parecen comenzar su propia vida, pidiendo al creador, al compositor, que encuentre la envoltura que las encierre, que encierre una forma, un color y un contenido que explote en la forma más completa su potencia creadora. En este sentido, la más profunda aspiración del ser humano está corporizada en una trama diáfana de materiales sonoros.

¿No resulta curioso que una sustancia tan amorfa e intangible como es el sonido pueda tener semejante significación para nosotros? El arte musical demuestra la habilidad del hombre para trasmutar la sustancia de su experiencia cotidiana en un cuerpo de sonido que posee coherencia, dirección y flujo, desenvolviendo su propia vida en una forma significativa y natural en tiempo y en espacio. Como la vida misma, la música nunca termina, pues siempre puede ser recreada. Por eso los más grandes momentos del espíritu humano pueden deducirse de los más grandes momentos de la música.

A esta altura de mi exposición, se me ocurre pensar en qué forma la música difiere de las otras artes en su afirmación del espíritu humano. ¿Es más o menos intelectual que la literatura o las artes plásticas? ¿Existe simplemente para ablandar el corazón humano, o nuestras mentes deben comprometerse primariamente en su captación? Me interesó la lectura de un fragmento de Principios de psicología, de William James, que indica que el filósofo norteamericano temía mucho que, entregarse a la música, ejerciera un efecto debilitante en el oyente pasivo. Supongo que no hablaba muy seriamente, pues sugiere, como remedio, que ¨nuestro ser no sufra nunca una emoción en un concierto sin expresarla después de alguna manera activa, tal como ceder su asiento a una dama en el subterráneo¨. Excluye de este efecto enervante de la música a los ejecutantes o a quienes, tal como él dice, están suficientemente bien dotados en el ámbito de la música como para captarla en forma intelectual. He aquí una idea que ha cobrado mucha vigencia. Pero, en realidad ¿las personas musicalmente dotadas toman la música en forma puramente intelectual? Es indudable que la mayoría no lo hace. Toman la música como lo hacen todos los demás: con indiferencia; su conciencia de la música, en sus propios términos, es mayor, quizá, que la de los oyentes, pero esto es todo.

Como las demás artes, la música está destinada a absorber por completo nuestra atención mental. Su carga emocional está embebida en una textura provocativa, de manera que uno debe estar listo para, en una advertencia instantánea, prestar atención dondequiera que sea mas requerida, con el objeto de no perderse en un mar de notas. La mente consciente sigue gozosamente la vigilia de la invención del compositor, que juega con los temas como con una pelota, separando los detalles importantes de los no trascendentes; cambiando el curso con cada cambio de la inflexión armónica; reflejando sensitivamente cada nueva modulación del color de la paleta instrumental más sutil. La música exige una mente alerta, de capacidad intelectual, pero está lejos de ser un ejercicio intelectual. La celebración musical como juego por el propio juego puede fascinar a una pequeña minoría de expertos o de especialistas, pero no tiene auténtica significación, salvo que sus patrones rítmicos y sus diseños melódicos, sus tensiones armónicas y sus timbres expresivos penetren las capas más profundas de nuestra mente subconsciente. En realidad, la inmediación de esta unión de mente y corazón, esta verdadera fusión de la cerebración musical dirigida hacia un fin emocionalmente intencional, es lo que tipifica al arte de la música y lo torna distinto de las demás artes.

El poder de la música es tan grande y, al mismo tiempo, tan directo que la gente tiende a pensar en ella en forma estática, como si siempre hubiera sido lo que hoy sabemos que es. Apenas resulta posible comprender cuán extraordinaria ha sido la marcha de la música occidental, sin considerar brevemente sus orígenes históricos. Los musicólogos nos cuentan que la música de la antigua Iglesia cristiana era monódica, es decir, era música de una sola línea melódica. Su mejor fruto fue el canto gregoriano. Pero piénsese en el atrevimiento que exigió a los compositores el intento de escribir música dotada de más de una parte. Esta nueva concepción comenzó a imponerse hace alrededor de mil años, y, sin embargo, lo maravilloso de ella todavía es motivo de admiración. Nuestra música occidental difiere de todas las demás principalmente en un aspecto nuestra habilidad para escuchar y gozar de una música cuya textura es polifónica: una ejecución simultánea de líneas melódicas contrapuntísticas independientes y, al mismo tiempo, interdependientes. Fascinante resulta seguir el lento desarrollo del pensamiento musical en el nuevo idioma contrapuntístico. Entre paréntesis, debería yo agregar que nosotros, las personas de la actualidad, a causa de la gran libertad rítmica y armónica, estamos en mejor posición que nuestros predecesores para apreciar las originalidades de estos antiguos compositores. Del atrevimiento experimental de los primeros contrapuntistas -cuya música posee humor y carácter, juntamente con una cierta rigidez y desmaña- nacieron las riquezas musicales del Renacimiento. La expresividad musical se desarrolló en profundidad y variedad, en gracia y encanto. Hacia el año 1600 se alcanzó la cumbre en las obras maestras de la música sacra, vocal e instrumental, del continente europeo. Nótese que esto fue cíen años antes de que Bach tomara la pluma. De esta música polifánica, vocal e instrumental, se desarrolló gradualmente la ciencia de la armonía tal como hoy la conocemos. Fue un fenómeno natural, resultante del hecho de que las líneas melódicas independientes, cuando se ejecutan juntas, producen acordes.

Luego sucedió lo inesperado. Estos acordes resultantes, o armonía, cuando se organizaron en forma adecuada, comenzaron a gozar de una vida autónoma. El esqueleto de las progresiones armónicas se fue tornando cada vez más significativo como una fuerza generatriz, hasta que la propia polifonía se vio forzada a compartir su hegemonía lineal con las implicaciones verticales de las armonías de base. Johan Sebastian Bach, ese gigante entre los compositores, resumió este gran momento de la historia musical merced a la mancomunión perfecta del patrón polifónico y del impulso armónico. El progreso subsiguiente del desarrollo de la música es demasiado bien conocido para requerir ser narrado aquí nuevamente. Sin embargo, siempre debemos tener presente que la gran época de la música no comenzó con Bach, y que, después de él, cada nueva etapa ha traído su propio enfoque particular en el ámbito de la composición. El resumen de la obra de Bach apresuró la llegada de un, estilo más límpido y vívido en la época de Haydn y Mozart. A los maestros vieneses los siguieron, a su vez, los fervorosos románticos del siglo XIX, y los últimos cincuenta años han traído una reacción antirromántica y una mayor ampliación de todas las fases de los recursos técnicos.

La preocupación por nuestro extraordinario pasado musical no debe cegarnos ante el hecho de que el mundo no occidental está saturado de una gran variedad de idiomas musicales, muchos de ellos en agudo contraste con el maestro. Los excitantes ritmos de los tamboreros africanos; el canto sutil y melodramático del Cercano Oriente; los estrepitosos conjuntos de Indonesia; la increíble sonoridad nasal de la música de China y de Japón, todos éstos, y muchos otros, son formas tan distintas de nuestra música occidental como para desvanecer cualquier esperanza de una rápida comprensión de ellas. Sin embargo, nosotros entendemos que ellas, cada una en su propia forma, reflejan, musicalmente, apreciables aspectos de la conciencia humana. Sin razón de ser, nos empobrecemos espiritualmente al hacer tan poco por lograr un acercamiento entre nuestro arte y el de ellos.

Del mismo modo, nos empobrecemos, también, al circunscribir tanto nuestro interés estético a un período relativamente restringido de nuestra historia musical. Una abrumadora cantidad de música que escuchamos con reiterada frecuencia proviene sino de más de doscientos años de creación musical, principalmente de los siglos XVIII y XIX. En muchas de las otras artes hermanas de la música no existe semejante situación, ni sería tolerada. Como todas las artes, la música posee un pasado, un presente y un futuro, pero, contrariamente a otras artes, el mundo de la música sufre los efectos de un aislamiento especial: un interés desproporcionado por el pasado y, por agregado, un pasado muy limitado. La gente parece pensar que el futuro de la música es su pasado. Esto produce, como corolario, una penosa falta de curiosidad en cuanto a su presente y un desconsiderado desprecio por su futuro.

La cuestión de esta actitud del público hacia el arte de los sonidos se ha tornado crucial en una época en que el interés general por la música ha extendido sus fronteras más allá de las esperanzas de los más optimistas. Desde el advenimiento de la radiodifusión de la música ¨ seria ¨ la expansión de la industria fonográfica, las estilizadas partituras para películas y los programas de ópera y de ballet lanzados por televisión, se está operando una verdadera revolución en los hábitos de los oyentes. La música ¨culta¨ ya no es competencia de una pequeña elite. Nadie ha tomado aún la medida plena de esta gradual transformación de los últimos treinta años, o calculado sus ganancias y sus riesgos para la causa de la música. Obvias son las ganancias; los riesgos provienen del hecho de que a millones de oyentes se los orienta hacia la consideración de la música sólo como un refugio y un consuelo de las tensiones de la vida cotidiana, utilizando las más grandes obras maestras del arte sonoro como avanzada de defensa contra lo que sé supone son las incursiones del realismo contemporáneo. Una capa de convencionalismo gravita pesadamente sobre el horizonte musical de hoy. Por otra parte, surge una situación peligrosa para el futuro de la música a través del hecho de que el vigor natural de la expresión musical de la hora presente está siendo comprometido por esta implacable acentuación excesiva de la música de los siglos pasados.

Todos los compositores se mueven y actúan dentro de los límites de sus propias épocas y de sus propias latitudes geográficas, así como en respuesta a las necesidades de sus auditorios. Mas, por alguna razón curiosa, los amantes del arte sonoro insisten en creer que la música demás alta jerarquía tendría que ser a prueba de tiempo, no afectada por las consideraciones temporales del momento en que se crea y del sitio en que se la crea. Sin embargo, puede demostrarse fácilmente lo distante que esa idea está de la realidad. La música que escribe un compositor torna evidente la experiencia de su vida, en forma exactamente similar a la de cualquier otra clase de artista creador, y por consiguiente, está identificada de idéntica manera con los ideales estéticos del período en que ha sido creada. El compositor de hoy necesariamente debe tomar en consideración el mundo actual, y su música, muy probablemente, lo reflejará, aunque más no sea que en forma negativa. No puede aguardarse que realice una media vuelta sobre sus talones con el único propósito de tomar contacto con un auditorio que sólo posee oídos para la música del pasado. Este dilema no muestra signos de desaparición. En cambio, separa cada vez más a los compositores de la nueva generación, del público que debiera ser suyo.

¡Cuán paradójica es la situación! Vivimos en una época que tiene plena conciencia de los medios expresivos de que dispone el sonido. Las palabras ¨ sónico ¨ y ¨ supersónico ¨ son familiares para cualquier chico de colegio, y la conversación sobre frecuencias y decibeles (5) es bastante común. En una época como ésta, a los compositores, en lugar de buscárselos para que ejerzan la dirección, se los relega a una especie de existencia marginal en la periferia del mundo musical. Constituye una estimación justa el hecho de que siete octavos de la música que se escucha en todos lados es música de compositores de épocas pasadas. A causa de que la música necesita de la ejecución pública para prosperar, la actitud apática del público amante del arte sonoro, hacia las tendencias de la música contemporánea, ha ejercido un efecto deprimente sobre los compositores de la hora actual. En tales circunstancias, hay que tener tenacidad y valor para consagrar la vida a la composición musical.

A pesar de la ausencia de estímulos y de aliento, los compositores de Europa y de América continúan ensanchando las fronteras de la exploración musical. La música del siglo XX posee buenos antecedentes en ese sentido. Se ha mantenido bien al frente de las otras artes en su búsqueda de nuevos recursos expresivos. El balance comprendería las siguientes conquistas: primero, una libertad en la invención rítmica recién descubierta. Las muy modestas exigencias rítmicas de una época anterior han sido reemplazadas por las posibilidades de un esquema rítmico mucho más atrevido. La anterior regularidad de una barra de compás siempre medida ha dejado lugar a una pulsación rítmica más intrincada, más vigorosa y variada, así como, sin duda, más inesperada. Más recientemente, ciertos compositores han ensayado una música cuyo básico principio constructivo sé encuentra en la estricta fiscalización de los factores rítmicos de la obra. Al parecer, se ha encarado una nueva especie de lógica puramente rítmica; pero es demasiado prematuro saber con qué grado de éxito.

En la escritura musical contemporánea, el área de las posibilidades armónicas también se ha dilatado enormemente. Dejando atrás los convencionalismos de los tratados, las prácticas armónicas han establecido la premisa de que cualquiera acorde puede considerarse aceptable si se lo emplea en forma adecuada y convincente. La consonancia y la disonancia son considerados meramente como términos relativos, no absolutos. Los principios de la tonalidad han sido ampliados hasta un límite casi más allá de su reconocimiento, mientras que el método dodecafónico de composición los ha abandonado por completo. Los compositores jóvenes de hoy son herederos de una libertad tonal que resulta algo tumultuosa, pero, sobre la base de este tumulto, se escribirán los nuevos tratados. Juntamente con los experimentos armónicos, se ha producido una revisión de la naturaleza de la melodía, su alcance, su complejidad en los intervalos y su carácter como elementos de unión en una composición, en particular con respecto a las relaciones temáticas. Algunos pocos compositores han propuesto la concepción no familiar de una música temática, esto es, una música cuyos materiales melódicos se escuchan una sola vez, pero nunca se repiten. Todo esto ha surgido como parte de un mayor examen de los principios arquitectónicos de la forma musical. Ello constituye, claramente, el resultado final hacía el cual están conduciendo las actitudes más nuevas. Llevado a su lógica conclusión, ello significa el abandono de principios constructivos largamente establecidos y una nueva orientación de la música.

A veces me parece que, al considerar el curso que quizá tome la música en el futuro, olvidamos un factor predominante: la naturaleza de los instrumentos que empleamos. ¿No es posible que un día nos despertemos y nos encontremos los grupos familiares de instrumentos -bronces, maderas y percusión- reemplazados por la invención de un instrumento electrónico maestro, dotado de inauditas divisiones mícrotonales de la aula y posibilidades sonoras totalmente nuevas, todas bajo la fiscalización directa del compositor, sin la ayuda de un intérprete-ejecutante? Una máquina semejante emanciparía el ritmo de las limitaciones del cerebro ejecutante y probablemente formularía exigencias sin precedentes a la capacidad del oído humano. Difícilmente puede esperarse que una época que ha roto la barrera del sonido pueda continuar produciendo los sonidos musicales en la forma tradicional de sus antepasados. Confieso aquí que es una perspectiva cuya contemplación resulta un poco aterradora. Porque, en realidad, ésta puede ser la música del futuro, acerca de la cual Richard Wagner gustaba cavilar. Pero todo lo dicho pertenece al ámbito de la especulación. Una sola cosa es cierta: adondequiera que se llegue, el proceso de la música y el proceso de la vida estarán siempre estrechamente unidos. Mientras el espíritu humano progrese en este planeta, la música, en alguna forma viviente. lo acompañará, lo sostendrá y le brindara significado expresivo.

 

CAPÍTULO CUARTO

CUATRO MAESTROS

Ante la consideración de Mozart, Paul Valéry escribió una vez: La definición de la belleza es fácil: es lo que nos desespera. Al leer esa frase inmediatamente pensé en Mozart. Desesperación es, admítase, una palabra rara para unirse con la música del maestro vienés. Y, sin embargo, ¿no es cierto que cualquier cosa inconmensurable establece en nosotros una especie de desesperación? Porque no hay manera de asir la música de Mozart. Y esto reza aun para sus colegas, para cualquier compositor que, siéndolo, siente con derecho una sensación especial de parentesco, y hasta una alegre familiaridad, con el héroe de Salzburgo. En última instancia, podemos estudiarlo detenidamente, disecarlo, maravillarnos o quejarnos de él. Pero, al fin de cuentas hay siempre algo que no puede asirse. Por eso cada vez que comienza una obra de Mozart -pienso en las mejores- nosotros los compositores escuchamos con cierto temor reverente y asombro no exentos de mezcla con desesperación. Y la admiración la compartimos con todos.

La desesperación proviene de la comprensión de que sólo este hombre, en ese momento de la historia musical, pudo haber creado obras que parecen realizadas tan sin esfuerzo y tan cerca de la perfección. No cabe duda de que la posesión de cualquier rara belleza, de cualquier amor perfecto, nos colocan ante una inquietud similar.

Mozart poseía una inestimable ventaja comparado con los compositores de épocas posteriores: trabajó dentro de la ¨perfección de un lenguaje común¨. Sin este lenguaje común el enfoque mozartiano de la composición y los éxitos que de él resultaron habrían sido imposibles. Matthew Arnold una vez dijo: durante una época semejante, ¨se puede descender hacia uno mismo y producir con naturalidad lo mejor de nuestras ideas y sentimientos, y sin efectos abrumadores y, en cierto modo, mórbidos, pues, entonces, toda la gente que nos rodea está haciendo más o menos lo mismo¨. Mucho tiempo ha transcurrido desde que los compositores del mundo occidental han tenido tanta suerte.

Por eso percibo cierta envidia mezclada con su cariñosa consideración por Mozart como hombre y como músico. Normalmente, los compositores tienden a ser agudamente críticos respecto de las obras de sus colegas, antiguos y modernos. Pero este hecho no se da en el caso de otros compositores y Mozart. Una especie de amorfo se ha venido perpetuando, entre ellos, desde que el prodigio de ocho años conoció a Johann Christian Bach en Londres. Se enfrió algo durante el romántico siglo XIX, sólo para renovarse con acrecido ardor en nuestro tiempo. Un hecho extraño resulta que en el siglo XX han sido los compositores más complejos quienes más lo han admirado, quizá porque ellos lo necesitaban más. Busoni dijo que Mozart fue ¨el ejemplo más perfecto de talento musical que jamás haya existido¨. Richard Strauss, después de componer Salomé y Elektra, le hizo el cumplido de abandonar su propio estilo para rehacerlo sobre la base del modelo mozartiano. Schönberg se llamó ¨alumno de Mozart¨, sabiendo perfectamente que una declaración semejante, proveniente del padre de la atonalidad, dejaría atónito. Darius Milhaud, Ernst Toch y una serie de compositores lo citan una y otra vez como predilecto ejemplo para sus alumnos. En forma paradójica, parece que, precisamente, los compositores que han dejado la música más compleja de lo que la encontraron, son los más orgullosos de que se los incluya entre los discípulos de Mozart.

Yo me cuento entre los más críticos de los admiradores del gran músico, porque diferencio en mi mente lo meramene hermoso pero común y lo raramente hermoso de sus obras. (Hasta puedo lamentar un poco, si se me alienta en forma adecuada, lo excesivamente extenso de algunas de sus óperas). Mozart me gusta más cuando tengo la sensación de que lo observo pensar. El proceso del pensamiento de otros compositores me parece diferente: Beethoven nos coge por la nuca y nos obliga a pensar con él; por otro lado, Schubert nos hechiza y nos hace compartir sus pensamientos. Pero el pensamiento lúcido de Mozart posee una especie de objetividad sensibilizada absolutamente propia; se goza observándolo en su cuidadosa elección de los timbres orquestales, o siguiendo la línea melódica mientras huye de su pluma.

En su música, Mozart fue, quizá, el más racional de los grandes compositores mundiales. Su particular competencia estriba en el feliz equilibrio entre la fluidez y el ¨control¨, entre la sensibilidad y la autodisciplina, entre la simplicidad y la elaboración del estilo. En comparación, Bach parece cargado con las preocupaciones del mundo y Palestrina, sumido en sus propios intereses. Los compositores que lo precedieron llevaron la música muy lejos de la fuente de sus primitivos comienzos, demostrando que, en sus formas más elevadas, el arte sonoro seria considerado sobre un mismo pie de igualdad con otras disciplinas estrictas, como una de las mayores realizaciones.

Sin embargo, Mozart remontó de nuevo la corriente desde la que fluye toda la música, expresándose con una espontaneidad, un refinamiento y una imponente exactitud que nunca han sido igualados.

Berlioz, hoy.

Berlioz es el arquetipo del artista que requiere ser apreciado de nuevo en cada época. Quizá su propia era no pudo verlo como nosotros. Para su época, constituía un radical intransigente; para nosotros parece, a veces, casi raro y antiguo. Wystan Auden escribió una vez: ¨Quienquiera que desee conocer el siglo XIX debe conocer a Berlioz¨. En realidad, fue la encarnación de su época; por eso no puedo pensar en otro compositor del siglo pasado a quien más hubiera deseado conocer. Y, sin embargo, entroncados en su personalidad hay saltos hacia una época anterior, lo cual tiende a atemperar y equivocar la impresión que hace de un típico artista del siglo XIX.

Su biógrafo, Jacques Barzun, afirma que rara vez se encuentra un enfoque de este músico ¨que rápidamente no se pierda en detalles biográficos¨. El propio Berlioz es, en parte, el responsable de ello, por haber escrito en forma tan atrayente acerca de su vida. Además, tuvo una vida fabulosa: su infatigable actividad como compositor, como crítico y director de orquesta; la exitosa historia del hijo de un médico rural que llega, desconocido, a la gran ciudad (París), para estudiar música y termina, después de varias pruebas, recibiendo el Prix de Rome; los apasionados y apasionantes amoríos; las deudas para contratar a grandes orquestas con el fin de estrenar sus obras; las luchas, los amigos (Chopin, Liszt, De Vigny, Hugo), las triunfales giras al exterior, los artículos en el Journal du Débat, las Mérnoires y las amargas experiencias de sus últimos años. No es de extrañar, pues, que en medio de todo esto, su música a veces se pierde de vista.

Admiradores y detractores están de acuerdo en que vivimos un período de renacimiento de Berlioz. Con anterioridad, su reputación descansaba sobre algunas pocas obras que permanecen en el repertorio orquestal: principalmente la Sinfonía fantástica y algunas de sus oberturas. Luego se sucedieron reiteradas audiciones de Haroldo en Italia, Romeo y Julieta y La condenación de Fausto. Las grabaciones de L´entance du Christ y de Troyens convirtieron a estas obras en páginas familiares, y en la actualidad hasta se canta Nuits d'été, Quizá antes de que transcurra mucho tiempo podemos aguardar la audición de obras desconocidas como Canto de los ferrocarriles (1846), o Sara, la bañista (1834).

¿Que motivo explica la reciente preocupación por la oeuvre de Berlioz? Mi opinión es que algo en su obra nos sorprende como curiosamente adaptado a nuestra época. Hay algo en la calidad de la emoción de su música, el sentimiento del romanticismo clásicamente ¨controlado¨ que refleja un aspecto de la sensibilidad de nuestro tiempo. Y a ello se agrega otra cualidad sorprendente: su habilidad para parecer, al mismo tiempo, remoto en el tiempo y luego, de pronto, sorprendentemente contemporáneo. Porque Berlioz poseía una capacidad stendhaliana para proyectarse hacia el futuro, como si hubiera tenido premoniciones del camino que la música iba seguir. En comparación, Wagner, a pesar de todo el halo que rodea a su ¨música del futuro¨, estaba en realidad preocupado por la tarea de crear la música de su propia época. Y sin embargo, por la ironía de la historia musical durante la década de 1860, Berlíoz debe de haberle parecido anticuado a Wagner.

No obstante, hacia fines de siglo, resultaba claro que el compositor francés había dejado impreso un vigoroso sello en los músicos que lo siguieron. Un estudio de Haroldo en Italia revelaría recuerdos de las obras de por lo menos una docena de compositores de fines del siglo pasado, tales como Strauss, Mahier, Moussorgsky,  Rimsky-Korsakoff, Grieg, Smetana, Verdi, Tchaikovsky, Saint-Saéns, Frank y Fauré. (No debemos olvidar el impacto que ejerció sobre sus contemporáneos, Liszt y Wagner). En 1834 era muy original otorgar el papel principal a un instrumento solista -en este caso la viola- y crear, no un concierto para este instrumento, sino una especie de obbligato, acerca del cual no puedo pensar en ningún precedente. La línea que desde Haroldo hasta Don Quixote, tal como Strauss la trazó, es inconfundible. El segundo movimiento de Haroldo en Italia posee sorprendentes similitudes con la célula musical monástica de Borís Godounoff, con todo el poder de sugestión de Moussorgsky. En realidad, no se puede pensar en la historia del arte sonoro ruso del siglo XIX, sin Berlioz. Dice Stravinsky que él fue educado en el seno de la música del compositor que nos ocupa, que se ejecutaba en San San Petersburgo, durante los años de estudiante del autor de La consagración de la primavera, en la misma medida en que se interpretaba en todas partes. Hasta los cantos de Berlioz, en la actualidad relativamente abandonados, fueron modelos que Massenet y Fauré emularon. Por otra parte, no es fantástico imaginar una sugestión del Schönberg de su primera época, en el motivo de corcheas cromáticas del tema que introduce la escena de la evocación, de la Condenación de Fausto.

Cuando yo era estudiante, de Berlioz sé hablaba como si hubiera sido una especie de Beethoven manqué. Pero este intento de analogía es desequilibrado; desde luego que la naturaleza de Beethoven era profundamente dramática, mas la esencia de Berlioz era la de una personalidad teatral. Una vez traté de definir esta discrepancia en relación con Mahler - quien, dicho sea de paso, guarda una clara similitud con Berlíoz en más de un aspecto - expresando que ¨la diferencia entre Beethoven y Mahler es la diferencia entre observar a un gran hombre mientras camina por la calle, y observar a una gran actor desempeñando el papel de un gran hombre que camina por la calle¨. El propio Berlioz aludió a esta diferencia en una carta a Wagner, en la que decía: ¨Yo sólo puedo pintar la luna cuando la veo reflejada en el fondo de una fuente¨. Robert Schumann debe de haber tenido la misma idea cuando expresó. ¨Berlioz, aunque a menudo dirige tan locamente como un faquir, es tan sincero como Haydn cuando, con su aire modesto, nos ofrece un pimpollo de cerezo¨. Esta teatralidad innata es una cuestión de temperamento, no una cuestión de insinceridad. Se vincula con el amor por el gran gesto, lo ingenuo-heroico, lo teatral-religioso. (En época reciente, Honegger y Messiaen han continuado esta tradición en la música francesa). Con Berlioz parece que vemos al artista observándose a sí mismo mientras crea, más bien que el creador en el acto puro y simple de la creación. Desde luego que se trata de algo diferente de lo pintoresco de la Tormenta de la Sinfonía pastoral de Beethoven. Berlioz fue, sin duda, influido por la evocación que Beethoven hacía de la naturaleza, pero su genio peculiar lo llevó a la introducción de lo que llevó a un nuevo género: el sinfónico-teatral, y, en ella, nada hay de carácter tentativo.

El hecho de que Berlioz era francés más bien que alemán, agudiza la diferencia. Debussy dijo que Berlioz no tuvo suerte, pues se hallaba más allá de la comprensión musical de sus contemporáneos, así como por encima de la capacidad técnica de los ejecutantes de su tiempo. Pero piénsese en la colosal mala suerte de haber nacido en un siglo en que, por así decirlo, la música pertenecía a los alemanes. Hubo algo inherentemente trágico en esta situación. El carácter solitario y único de su aparición en Francia. Porque hasta los propios franceses como lo aclara Robert Collet tuvieron dificultades considerables para ubicar a Berlioz en su idea de lo que debe ser un compositor de esa nacionalidad. En cierto sentido, perteneció a todas las latitudes y no perteneció a ninguna, lo cual puede explicar o no la universalidad de su atracción. A pesar de la apasionada consideración de Berlioz por la música de Beethoven, Weber y Gluck, el concepto no germano de su música es lo que le brinda mucha de su originalidad.

Esto quizá se observe con mayor claridad en su escritura para orquesta. Hasta sus primeros críticos admitieron su brillantez como orquestador. Pero difícilmente pudieron haber adivinado que, un siglo más tarde, podríamos continuar impresionados por el virtuosismo de su manejo de la orquesta. No es exagerado decir que Berlioz inventó la orquesta sinfónica. Hasta su época, la mayor parte de los compositores escribían para orquesta como si se tratara de un quinteto de cuerda aumentado. Nadie, antes de él, había encarado la fusión de los elementos de la orquesta de manera de producir nuevas combinaciones sonoras. En Bach o en Mozart, una flauta o un fagote siempre suenan como tales. Berlioz, además de su propia calidad particular, les da cierta ambigüedad de timbre que introducen un elemento de magia orquestal, tal como lo entendería un compositor de la hora actual. La brillantez de su orquestación proviene, en parte, de su escritura instintiva para los instrumentos en sus registros más agradables y, en parte también, de la fusión de los instrumentos, más bien que del mero hecho de mantenerlos a uno fuera del ámbito del otro. Agréguese a esto su increíble atrevimiento para forzar a los instrumentistas a que ejecutaran mejor de lo que ellos sabían que les era posible hacerlo. Sin duda, pagó el precio de su atrevimiento al escuchar su música vertida en forma inadecuada. Pero, ¡imagínese la excitación de escuchar en su propio oído interno sonoridades que nunca habían sido llevadas al papel pautado! El brillo y el destello, el cálculo sutil de estas partituras magistrales, son lo que me convence de que Berlioz fue más, mucho más, que el romántico soñador que presentan los libros de historia de la música.

Fácil resulta señalar ejemplos específicos del atrevimiento orquestal de este músico. El empleo del contrabajo en pizzicatti, en acordes de cuatro partes, en la Marcha de Scaffold, la escritura para cuatro timbales, también en forma de acordes, en la conclusión del movimiento que precede a la Marcha, el empleo del corno inglés y del clarinete pequeño para tipificar los sentimientos pastorales y diabólicos, respectivamente; la finísima textura de Reina Mab, con su arpa impresionista y antiguos platillos agudos; las sutiles mezclas de flautas graves con el timbre de la cuerda, en el comienzo de la ¨Escena de amor¨ de Romeo: todos estos ejemplos, y muchísimos otros, demuestran el misterioso instinto que poseía Berlioz para expresar el sonido de la música.

Aparte de su dominio de la orquesta, apenas existe una fase de su música que no haya sido objeto de críticas. Se ha dicho que su sentido armónico es imperfecto -éste es el reproche que más frecuentemente se le formula-; que su estructura depende demasiado de connotaciones extramusicales; que su línea melódica decepciona por lo anticuada. Todas estas censuras, a menudo reiteradas, están hoy a la espera de una revisión. Cualquier desmañamiento en el manejo de las progresiones armónicas debe ser considerado a la luz de nuestras desarrolladas ideas de lo correcto y lo incorrecto en los procedimientos armónicos. Admitamos que la armonía de Berlioz es a veces rígida y sencilla pero, ¿es tan torpe como para perturbar nuestro goce de sus obras en su conjunto? Esto siempre me ha parecido una afirmación exagerada. Su sentido de la forma es original, alentadoramente original diría yo, pues aun cuando carece de la certeza de un Beethoven, se percibe que encuentra sus propias soluciones, a las que llega mediante premisas propias. Frecuentemente, éstas son inesperadas y sorprendentes. En realidad, el reproche que se le formula respecto de su escritura melódica posee algún fundamento, en particular para el oyente actual. Berlioz depende de una línea de largo aliento para sostener el interés, más bien que del intervalo impresionante o del fértil motivo. Sus melodías más hermosas exhalan cierto encanto de daguerrotipo, con perfume de días pasados. Pero esto también debe de haberse percibido en la época en que escribió sus obras. Observadas desde este ángulo de visión, prestan a su música un ambiance muy particular, como si procedieran de un país que no se encuentra en ningún mapa.

En obsequio a la argumentación, admitamos que las debilidades existen. Pero siempre permanece en pie el hecho de que, toda vez que a un compositor se lo juzga digno de ser colocado entre los maestros, resulta aparente que se observa el deseo de pasar por alto lo que anteriormente se consideraba como una seria debilidad. Las debilidades subsisten pero la opinión pública concuerda tácitamente en aceptarlas en obsequio alas buenas cualidades, y considero que la opinión pública es acertada. Mi pronóstico es que, en el futuro, cada vez menos oiremos la mención de las debilidades de Berlioz y cada vez más la de sus puntos fuertes.

Porque repito que, en la música de Berlioz, hay algo extrañamente adaptado a nuestro tiempo. El historiador francés Paul Landormy expresó muy bien lo que deseo significar, cuando escribió: ¨Su arte posee un carácter objetivo en comparación con la subjetividad (intériorité) de un Beethoven o de un Wagner. Todas las criaturas que creó en su imaginación sé separan de él y cobran vida propia, aun cuando sean una imagen del propio compositor. Por el contrario, los alemanes poseen una tendencia a fusionar todo el universo con su vida interior, Berlioz es, esencialmente, ¨un artista latino¨. El manejo objetivo de los elementos románticos es, en particular, lo que hace de este músico una figura simpática en nuestro tiempo. Esto, y nuestra clara percepción de su audacia musical. Porque fue, sin duda, uno de los creadores más atrevidos que hayan practicado el arte de la composición musical.

Un hálito de algo mayor que el tamaño de su vida, flota en torno de su nombre. Después de escuchar un concierto de Berlioz, Heinrich Heine escribió: ¨He aquí un vuelo que no revela un ordinario canto de pájaro, es un ruiseñor colosal una alondra tan grande como un águila, como las que deben de haber existido en el mundo primitivo¨.

 

Liszt como pionero.

Todos creen tener derecho a emitir una opinión respecto de Franz Liszt y de su música. Yo sólo puedo recomendar en forma experimental mi propia opinión, pues admito que estoy deslumbrado por el hombre. Como compositor, para mí tiene algo del mismo encanto que él poseía para sus contemporáneos como pianista. En su época, su magia pianística subyugaba tanto a sus auditorios que ellos se mostraban francamente incapaces de juzgarlo con serenidad como creador.

La cuestión radica en si alguien puede hacerlo aún hoy.

Examinar la lista de sus composiciones, aunque sea superficialmente, es suficiente para producirnos una sensación de vértigo. Sería una proeza el simple hecho de escuchar sin interrupción los principales ejemplos de su producción: las sinfonías, los poemas sínfónicos, los conciertos, los oratorios, las misas, la música de cámara, las canciones, las composiciones pianísticas, grandes y pequeñas, para no mencionar la plétora de fantasías, orquestaciones y transcripciones de obras de muchos compositores mayores y menores. ¿Cómo puede esperarse llegar a una equilibrada estimación critica de un hombre semejante?

Confieso sin ambages estar ganado, por así decirlo, de antemano. Hay algo interminablemente regocijante en este hombre que, como Berlioz, fue en semejante grado la encarnación de su época. Sin embargo, el siglo XIX, en especial la parte lisztiana de él, fue el período más ¨jugoso¨ de la música. No se necesita ser un compositor de suma habilidad para reflejar confidelidad la época en que se vive. Muy por el contrario, Chopin, por ejemplo, fue quizá demasiado elegante; Mendelsshon excesivamente ¨culto¨, y Schumann demasiado dulcemente honesto para reflejar las fases más vastas de su época.

En Liszt se cobra el sentido del aspecto fabuloso de esa era.

Sus amigos compositores, Chopin y Schumann, a pesar de la apreciación por el genio húngaro, lo veían como una figura chocante lo acusaban de rebajar su arte, y supongo que la acusación no carece de justificación. (Debe recordarse, sin embargo, que él sobrevivió a ambos por más de un cuarto de siglo, y ninguno de los dos pudo haber conocido las composiciones que más interesan). Pero el hecho es que lo que los chocaba en Liszt son, precisamente, las cosas que nos fascinan a nosotros. Nos fascina porque las cualidades que Liszt tenía en abundancia -el estilo espectacular, la voluptuosidad, la teatralidad, el calor y la pasión de su naturaleza polifacética- son exactamente esas cualidades menos evidentes en la música contemporánea. Por eso no es de extrañar que nos intrigue, y en una forma en que sólo un par de figuras musicales del siglo XIX pueden hacerlo.

Hay otro aspecto de la personalidad de Liszt que nos lo hace querido. Me refiero, por supuesto, al entusiasmo que depositaba en las obras de otros compositores, muchos de ellos jóvenes y desconocidos cuando él tomó contacto con sus producciones. El genio, por regla general, es demasiado reconcentrado en sí mismo para gastar su tiempo en hombres de poco relieve. Pero en Liszt tenemos la excepción de la regla.

Con rara percepción pudo captar al compositor maduro en su estado embrionario. Y su interés en la producción de sus colegas -lo cual indudablemente tenía sus orígenes en un rasgo de su carácter- al final adoptó una significación mayor de la que el propio Liszt pudo haber comprendido. El crítico francés G. Jean-Aubry ofrece un excelente caso para convencernos de que fue Liszt quien engendró uno
de los más importantes de los recientes desenvolvimientos históricos: el surgimiento del nacionalismo como ideal musical. ¨Si la moderna Alemania tuviera un profundo sentido de justicia -escribe el mencionado crítico- habría mentado un odio vigoroso contra Liszt porque su obra fue, en parte, responsable de la destrucción del monopolio musical germano¨. En un periodo en que Brahms y Wagner estaban en el apogeo de sus carreras, Liszt fue lo suficientemente perspicaz como para comprender que la nueva música podía progresar sólo si la hegemonía de la música alemana se debilitaba. Recordar este hecho nos brinda la aguda comprensión del carácter avizor de la música de Liszt.

El aspecto más avanzado de la obra de este compositor se encuentra en su armonía atrevida. Pero, dejando este aspecto de lado por un momento, yo diría que el ingrediente que llama máspoderosamente la atención -apartando su música de la de todos los demás compositores del siglo XIX- es la atracción sonora. Un oído agudo advertirá amplias divergencias en el ¨placer del sonido¨ de las obras de distintos compositores. El lego tiende a dar por sentadas estas divergencias. Pero, en realidad, el tipo de atracción sonora que damos demasiado por sentado -la sonoridad escogida instintivamente por la pura belleza del sonido- es, en parte, invención de Liszt. Ningún otro compositor antes de él comprendió mejor la manera de manipular los timbres para producir la textura sonora más satisfactoria, que va desde la relativa simplicidad de una figura de acompañamiento bellamente espaciada, hasta la caída en masa de una precipitada cascada de acordes resplandecientes. Legítimamente podría decirse que este énfasis colocado sobre la atracción sonora de la música debilita sus cualidades espirituales y éticas. Quizá; pero aún así, no puede negársele a Liszt el papel de pionero en este sentido, pues, sin sus obras seriamente elaboradas, no tendríamos la hermosura de las texturas de Debussy o Ravel, o los lánguidos poemas de Alexandre Scriabine.

Estas sonoridades esencialmente nuevas se oyeron por vez primera en los recitales de piano de Liszt. La profusión de sus obras y su variedad de ataque no encuentran paralelo en la literatura pianística. Porque literalmente transformó el piano y le extrajo no sólo sus propias cualidades inherentes, sino también su naturaleza evocadora; el piano como orquesta, el piano como arpa (Un sospiro), el piano como címbalo (Rapsodia húngara No. 1l), el piano como órgano, como conjunto de metales y hasta el piano percusivo tal como hoy lo conocemos (Danse macabre), pueden trazarse en su derrotero hasta el incomparable manejo del instrumento por Liszt. Estas obras nacieron en el piano; no podrían haber sido escritas sentado al escritorio. (Significativo es que un líder intelectual de su generación, Ferruccio Busoni -famoso compositor y pianista- haya pasado muchos años preparando la edición definitiva de las obras pianísticas de Liszt). La exhibición, la bravura, los embellecimientos de la escritura para piano del compositor: todo esto ha sido destacado muchas veces, inclusive hace cien años; lo importante es que ha permanecido siendo tan auténtico ahora como lo fue entonces.

En un plano equivalente de frescura y originalidad se encontraba el pensamiento armónico de Liszt. Hasta los músicos profesionales tienden a olvidar lo que debemos al atrevimiento armónico de este compositor. Su influjo sobre los procedimientos armónicos de Wagner ha sido suficientemente señalado, pero no su misterioso presagio de los impresionistas franceses. Una serie de doce piezas pianisticas, rara vez ejecutadas -si es que se las interpreta alguna vez-, L´arbre du Noël, y en especial Cloches du soir, de dicha serie, podrían confundirse con las obras de Debussy. Típico resulta el hecho de que, aunque Laribre du Noël fue escrito casi al final de una larga vida, no muestra disminución alguna en su invención armónica. El alcance de esa invención puede captarse si se va desde las generosas sonoridades de otra página de la última etapa de su vida, Harmoníes du soir, hasta el oratorio Christus. Aquí se penetra en un mundo armónico absolutamente opuesto, relacionado con el desnudo sentido de los intervalos de la Edad Media y las implicaciones no armónicas del canto gregoriano: sorprendentes premoniciones de las corrientes de interés de nuestro tiempo. A través de la longitud y el aliento de la obra de Liszt estamos inclinados a encontrarnos con elementos de inspiración armónica: modulaciones insospechadas y progresiones de acordes utilizadas por vez primera. Además, su sentido para, ¨espaciar¨ los acordes es absolutamente conternporáneo: sonoridades abiertas como campanas, contrastando agudamente con las masas apeñuscadas de atronadores acordes del bajo. No es exagerado decir que Liszt, a través del impacto que produjo en Wagner y Franck, en Grieg y Debussy, en Scriabine y el Bartók de la primera época, así como especialmente en los rusos encabezados por Moussorgsky, es una de las principales fuentes de mucha de la actual libertad armónica.

He dejado para el final la realización más atrevida de Liszt: el desarrollo del poema sinfónico como nueva forma en la literatura musical. El poema sinfónico, como tal, ha tenido una escasa progenie durante los años recientes. Los compositores lo consideran anticuado, démodé. Pero no debemos olvidar que, en la época de Liszt, era una cuestión candente. A los defensores de la clásica forma sinfónica les parecía una especie de conspiración teatral lanzada por Berlioz y recogida por Liszt y Wagner, y que iba a hurtar a las formas puras de la música su herencia de belleza abstracta. Los nuevos ¨agitadores¨ tomando la tónica de la obertura de Egmont, y la sinfonía Pastoral, de Beethoven, insistían en que la música se tornaba más significativa sólo si tenía inspiración literaria y descriptiva en su método. El enfoque programático prendió: desde el tratamiento literal del asunto romántico, a la manera de Berlioz-Liszt la idea fue ampliada y reducida a la vez para incluir la transcripción poética de escenas naturales como en La mer, de Debussy, o las comunes rencillas de la vida matrimonial, como en sinfonía Domestica. Hacia comienzos del siglo actual parecía que la sinfonía clásica iba a ser desechada como una vieja forma que sobrevivía a su utilidad.

Sin embargo, resulta que la forma tradicional de la sinfonía hallase plena de vida y el poema sinfonico ha sido dejado de lado. Pero -extraño resulta decirlo- esto no invalida la importancia de los doce ensayos de Liszt dentro de esa forma, pues su principal derecho a su significación histórica no radica en el hecho de ser poemas sinfónicos, sino en su novedad estructural.

Aquí, vez más, vemos la libertad del músico húngaro del pensamiento convencional, porque fue el primero en comprender que la música descriptiva debía inventar adecuadamente su propia forma, independiente de los modelos clásicos. El problema, tal como Liszt lo encaró, residía en si la idea poética era capaz de engendrar una nueva forma, una forma libre; es decir, libre de la dependencia de fórmulas y diseños que simplemente no se adaptaban a su función programática, En música, la forma es una constante preocupación del compositor, pues él trata con un material auditivo que, por su propia naturaleza, es abstracto y peligrosamente cercano de lo amorfo. El desarrollo de formas tipo, tales como la sonata-allegro o la fuga es en el mejor de los casos, un proceso lento; por eso, los compositores se muestran naturalmente renuentes a abandonarlas. En este sentido, Liszt fue un pionero, porque no sólo se apoyó en la fuerza de su propio sentido instintivo de la forma para dar contorno a su música, sino que realizó experimentos con el empleo de un solo tema y su metamorfosis para brindar unidad a toda la textura. Ambos componentes de las ideas estéticas de Liszt han influenciado profundamente la música contemporánea. Las innumerables sonatas que no son tales en realidad, sino enfoques hacia una forma más libre, poseen su origen en la famosa Sonata para piano en si menor, y la propia escuela dodecafónica, con sus derivaciones de óperas enteras elaboradas mediante la manipulación de una sola ¨serie¨, tiene su deuda con la labor pionera de Franz Liszt.

¿He sido demasiado generoso con el viejo abate Liszt? Si es así, se trata de una generosidad que hace largo tiempo se imponía. Liszt fue víctima de una estupidez especial de nuestro tiempo musical: la noción de que sólo lo mejor, lo más elevado y lo más grande entre las obras maestras de la música, es digno de nuestra atención. Poca paciencia tengo para quienes no pueden ver la vitalidad de una mente original en funcionamiento, aun cuando la obra contenga serias tachas. Porque seria tonto negar que la obra de Liszt tiene más de una tacha. ¿Cómo podía el imaginar que no advertiríamos las pesadas repeticiones de frases y de partes enteras, dilatadas y breves; el empleo precipitado y excesivo, a veces, del material temático; las reiteradas y faltas de gusto indulgencias sentimentales? Por otra parte, no estaba el músico más allá de la asunción de una actitud y de llenar una pose monumental con un gesto vacío. Parecía sentirse con plena soltura sólo dentro de una órbita emocional relativamente restringida: lo heroico, lo idílico, lo erótico, lo demoníaco, lo religioso. Pues éstos son los estados de ánimo que evoca una y otra vez. Además, no parecía capaz de enfrentarse con más de un estado de ánimo a la vez, yuxtaponiéndolos, más bien que combinándolos y llevándolos a su realización.

No, Liszt no fue el maestro perfecto. Hasta llegaré a admitir que hay días en que parece completamente intolerable. ¿Y entonces? Entonces se da con algo como los dos movimientos basados en Fausto, de Lenau, y de nuevo los tumba la originalidad, la fuerza dramática, el color orquestal, la riqueza imaginativa que sobrepasa todo. Es indudable que el mundo ha tenido compositores más grandes que este hombre, pero es un hecho innegable que le hacemos a él y nos hacemos a nosotros una grave injusticia al ignorar el alcance de su obra y la profunda influencia que ella ha ejercido sobre la escena musical contemporánea.

 

El centenario de Fauré en los Estados Unidos. 1945

Durante los últimos cuatro días de noviembre de 1945, Carribridge (Massachusetts) se convertirá en un santuario para los devotos de Fauré. El departamento de Música de Harvard patrocinará un festival de cinco conciertos, a los cuales el público tendrá libre acceso, en homenaje al centenario del nacimiento del gran compositor francés. La música se extenderá desde el relativamente familiar Requiem, hasta la menos difundida música de cámara y canciones, pasando por la ópera rara vez representada Penélope, que se ejecutará en forma de concierto, con la dirección de Nadia Boulanger.

Para aquellos de nosotros que desde largo tiempo admiramos la obra de Fauré, difícil resulta pronosticar cómo recibirán a este festival los moradores del patio de Harvard. Personalmente, estoy un poco nervioso. No es que haya vacilado mi fe en el valor de su obra, sino que el momento no parece ser exactamente adecuado para hacer plena justicia a la celebración de Fauré. En un mundo que cada vez menos aparenta ser capaz de ordenar sus asuntos racionalmente, el clásico y refrenado sentido del orden de Fauré puede resultar algo incongruente. Por lo tanto, sólo es razonable especular en cuanto a cómo será recibido, especialmente por los oyentes más jóvenes.

En realidad, fuera de Francia nunca ha sido fácil convencer al público musical acerca del encanto particular que se vincula con el arte de Fauré. Durante largo tiempo, en la propia Francia, su nombre se ha unido con el de Debussy, lo cual es lógico. Pero, fuera de su patria, el público se ha mostrado tardío en la apreciación de su delicadeza, de su reserva, de su imperturbable calma, cualidades todas ellas que no son fácilmente exportables.

Incuestionable resulta que debe escuchárselo con detenimiento si se desea saborear la exquisita distinción de las armonías de Fauré, o apreciar la dilatada línea de un arco melódico ampliamente espaciado. Su obra posee poca originalidad exterior. Porque Fauré pertenece al pequeño grupo de maestros de la música que conocen la manera de extraer una esencia original de los materiales más ordinarios. Para el oyente superficial, quizá suene superficial. Pero quienes captan los refinamientos musicales no pueden dejar de admirar la transparente textura, la claridad del pensamiento, las proporciones bien diseñadas. Todos estos elementos constituyen una especie de magia de Fauré que resulta difícil de analizar pero es encantador escuchar.

El público en general, cuando conoce su obra lo conoce, como Theodore Chanler lo señala, ¨a través de un mero puñado de páginas escritas antes de cumplir sus cincuenta y cinco años de edad¨. Pero Fauré vivió hasta la edad madura de setenta y nueve, y compuso sus obras más sazonadas, durante los últimos treinta y cinco años de su vida. Y es el conjunto de estas últimas obras precisamente, el tan poco conocido, lo cual es inmerecido. Un ciclo de canciones como La chanson d´Eve pertenece a la misma categoría de Dichterliebe, de Schumann; el segundo quinteto para piano y arcos está a la altura del ensayo de Frank en ese terreno; el trío para piano, violín y violoncelo debe escucharse juntamente con el de Ravel.

A la edad de setenta y siete años, Fauré escribió su primera y única ópera, Penélope. Desde el punto de vista musical, esta ópera admite comparación con Pélleas et Mélisande, de Débussy. Dramáticamente, adolece de una evidente debilidad del libreto. Mas a pesar de ello, se la representa de continuo en París. Estas obras de madurez -y otras similares- son las que despiertan mi entusiasmo.

No creo que los conciertos del centenario estén destinados principalmente a entusiastas como yo. Y, por supuesto, los patrocinadores del festival deben de saber que existe gente de buena voluntad que continuará juzgando a Fauré como un petit maftre francais, a despecho de lo que se demuestre en contrario. Suponiendo que ellos realmente conocen la música de Fauré -no sólo la antigua sonata para violín y algunas de sus canciones, sino las obras sazonadas de su madurez- tienen derecho a opinar. Pero, qué decir de los muchos aficionados a la música que nunca han tenido la oportunidad de formarse sus propias opiniones? Sin duda, el festival debe de haber sido planeado teniendo en cuenta a estos aficionados, pero el verdadero creyente en el genio de Fauré está convencido de que oírlo es amarlo.

 

CAPÍTULO QUINTO

DEL DIARIO DE UN COMPOSITOR

La ¨forme fatale¨

Me parece que hay dos tipos de compositores de ópera. Se me ocurrió esta idea cuando Henry Barraud explicó su renuencia a sumergirse en una segunda ópera, después de la representación de la primera que escribió, Numance, efectuada en la Opera de París. Su vacilación dio un toque de atención que resonó en mis propias ideas. El hecho de que, razonablemente, podemos medir la idea del trabajo y del posible retorno de una ópera, y decidir con calma si lanzarse a ella de nuevo indica que ambos somos diferentes del compositor que está desesperadamente aferrado a esta forme fatale. Nosotros jugamos a escribir óperas, pero el repertorio operístico está integrado por obras de hombres que podían hacer poco más fuera de este terreno, como Verdi, Wagner, Puccini, Bizet, Rossini. En cierto modo consuela recordar que tenemos precedentes entre los grandes muertos que también ¨jugaron a la ópera¨: Fideflo, Pelléas, Penélope (Mozart es, como siempre, una ley en sí mismo).

 

Ravel como orquestador

Georges Auric me dijo que Ravel le manifestó que le habría gustado escribir un opúsculo sobre orquestación, ilustrado con ejemplos de su propia obra que no tuvieron éxito. En otras palabra, lo contrario del tratado de RimskyKorsacoff, el cual sólo se ilustra con sus obras más logradas. Auric también afirma que Ravel te expresó que estaba descontento con el crescendo orquestal de La valse. Cuando le dije esto a Nadia Boulanger, me manifestó que a la mañana siguiente de la premiére de Boléro llamó a su autor para ponderarle la perfección de su conocimiento orquestal, y él le dijo con bastante tristeza: ¨Sí siquiera las Chansons madécasses hubiesen salido tan bien¨. ¿No resulta curioso que este humilde enfoque de instrumentos antiguos combinados constituya el sello del orquestador virtuoso? (Schönberg cita a Mahler y a Strauss en el mismo sentido).

 

El enfoque ¨soigné ¨

Si existe algo más abrumador para la interpretación musical que el enfoque soigné, yo no lo conozco. (Pensé en él durante el décimo concierto de la noche pasada). Cuando todo el énfasis recae sobre el brillo, sobre la belleza del sonido, sobre la suavidad y la elegancia, la naturaleza de la idea expresiva del compositor sale por la ventana. Porque los compositores, simplemente, no piensan en su música en esa forma. Ante todo, desean que su música posea carácter, y cuando esto se elimina suavemente, al suprimir las marcas exteriores de la personalidad -la frente surcada, las manos nudosas y el cuello arrugado-, sólo tenemos un simulacro de sonoridades hermosas en sí mismas. Cuando ello ocurre en una sala de conciertos uno puede muy bien volverse a casa, pues esa noche no se hará música.

 

Reacciones del compositor

Nada satisface más al compositor que haya gente que esté en desacuerdo con los movimientos de la obra que a ella más le agrada. Si se advierte un desacuerdo suficiente, ello significa que todos prefirieron algo, lo cual es, precisamente, lo que el compositor desea oír. Nunca parece importar el hecho de que esto pueda incluir otras partes que a nadie les agrada.

 

La música y el hombre de letras

El hombre de letras y el arte de la música: tema para un ensayo. Desde que vía Ezra Pound dar vuelta las páginas de la música que ejecutó George Antheil en un concierto efectuado en el París del año 1920, he tratado de resolver el significado de la música para el hombre de letras. En primer lugar, cuando se dedica a ella en la medida -lo cual no sucede muy frecuentemente-, rara vez es capaz de escucharla por sí mismo. No se trata de que vea en ella imágenes literarias, como podría suponerse, o que lea en la música significados que no posee, sino de que contadas veces sentirse cómodo ante ella. De algún modo curioso se le escapa. Confrontados con el sonido de la música, todos nos engañamos respecto de su naturaleza precisa, y reaccionamos de manera distinta ante ese misterio. El médico posee una holgada familiaridad con ella, y la emplea a menudo como medio de volver rápidamente al mundo de la salud; el matemático la mira como una prueba sonora de verdades ocultas todavía por descubrirse; el sacerdote la utiliza como una asistente en la obra del Señor. Pero, en su mayoría, los hombres de letras parecen sentirse incómodos ante ella, y cuando enhebra dos palabras para caracterizar una experiencia musical, casi seguro es que una de ellas resulta equivocada, Si emplea un adjetivo para describir una flauta, es casi indudable que será el que un músico nunca lo relacionaría con ese instrumento. He aquí una cita reciente de la carta de un dramaturgo: ¨Si hay música incidental en la obra, debe cantar a través de los instrumentos románticos y abjurar del metal y del timbal (!)¨, Por un G.B.S., un Proust o un Mann existen docenas de grandes hombres de letras que raramente se aventuran -si es que alguna vez lo hacen- a mencionar la música en la extensión y el aliento de su obra. Estos son los prudentes; los otros, saltando con cautela en medio de las notas, probablemente caen de cara al suelo. Son éstos los que me intrigan y me despiertan una benigna y secreta simpatía.

Psicología del compositor

Almuerzo con Poulenc, quien volvió a narrar con gran extensión el libreto de su nueva ópera Les dialogues des Carmelites. Fácil resultó advertir cuánto significaba para él la suerte de esa obra que todavía no se había escuchado. Lo asustaba un poco contemplar lo que sería su fracaso sí la ópera no era aceptada. Y, sin embargo, la entregó a la Scala de Milán para su premiére mundial; la Scala, famosa por echar abajo nuevas Óperas. Hay algo muy de compositor en todo esto, pues todos pondríamos gustosamente el cuello en el mismo nudo corredizo. (Posdata: ¡Poulenc triunfó esta verlo).

 

En Baden - Baden

Hoy se me recordó mi intención de escribir algún día una obra orquestal titulada Extravaganza. Parece que ha transcurrido un tiempo muy largo desde que alguien escribió una España o un Boléro, tipo de pieza orquestal que todos aman.

 

El músico orquestal

Dirigir la orquesta Sudwestfunk grupo de músicos particularmente inteligente me recordó qué curiosa criatura es el típico músico orquestal. Desvalido en medio de una ¨organización feudal¨, pronto desarrolla una especie de imperturbabilidad, en particular con respecto a la música. Casi puede decirse que rehusa de plano a excitarse por ella. Se le paga para realizar una tarea, y su actitud implica: ¨adaptémonos a ella, y nada de tonterías al respecto¨. No se puede ejecutar un instrumento en una orquesta y admitir abiertamente amor por la música. El raro instrumentista sinfónico que ha logrado conservar su entusiasmo originario por ella encuentra algún medio de expresarlo fuera de su labor orquestal. En treinta años de deambular entre bastidores, hasta ahora no he dado con un instrumentista que lleve un libro de música bajo el brazo. Por otra parte, es imposible imaginar que lea las notas del programa acerca de la obra que ejecutará, o que concurra a una conferencia sobre estética musical.

Algo marcha mal en alguna parte. Alguien deberá encontrar la manera de hacer del ejecutante orquestal el ciudadano que sé autorrespete en la comunidad musical de la que él desearía formar parte.

 

Partituras para películas

La piedra de toque para juzgar una partitura de Hollywood, en primer término: ¿se sintió conmovido el compositor por lo que pasaba en la pantalla? Si hay demasiado brillo en la partitura, no; si utiliza demasiados estilos; no, si la partitura es demasiado elaborada, no; si la música se interpone en la trama del argumento, tampoco. Raro es escuchar una partitura que resulte conmovedora porque el propio compositor se haya sentido conmovido por la acción de la película.

 

Schönberg como intérprete

Una vez escuché Pierrot Lunaire dirigido por el autor. Fue una revelación de importancia semejante a la de la exposición demasiado débil en la interpretación, elemento éste que en la actualidad poco se comenta. Recordé esto por una cita de Richard Strauss sobre su heroína, Salomé: ¨Salorné, como es una virgen casta y una princesa oriental, debe interpretarse con los gestos más simples y medidos¨. Schönberg interpretá en forma insuficiente la historia inherente de su Pierrot Lunaire; lo normalizó, de manera de que ocupase un sitio al lado de otras músicas en lugar de existir como la curiosidad histérico-musical de una mente torturada.

 

iTempi¡

De todas las cualidades sutiles que requiere un director, ninguna es más esencial que el instinto para adoptar los tempi correctos. Un grupo de músicos bien dotados puede, si es necesario, equilibrarse (por lo menos en obras del repertorio), los instrumentos solistas pueden sobresalir en sus propias partes; la pureza estilística puede lograrse con naturalidad; pero con un ligero movimiento de la muñeca, un director puede apresurar en forma innecesaria un tempo o dilatarlo de manera interminable, y, de tal manera, alterar las líneas formales, mientras la orquesta ejecuta con ineficacia. En la cuestión de los tempi, los directores están realmente en lo suyo. Rara vez puede esperarse que los compositores sepan el correcto tempo en que debe moverse su música, pues carecen de un pulso desapasionado. La prueba es simple: pregúntese a cualquier compositor si cree que debe aferrarse a su metrónomo elegido libremente, y en forma inmediata contestará: ¨por supuesto que no¨. Un compositor escuchando una ejecución de su música cuando el aire es inepto resulta un espectáculo realmente triste. Puede ser incapaz de fijar el movimiento correcto, pero es indudable que le es posible reconocer el incorrecto.

 

Voces

Odio las voces impregnadas de emoción.

 

El director joven

Después de en Tanglewood, durante largos años, a los jóvenes que estudian dirección de orquesta, he llegado a la conclusión de que pocas cosas son más difíciles que juzgar en forma adecuada a los jóvenes talentosos en ese campo. Por otro lado, él hacerlo ayuda a clarificar lo que es en realidad la dirección orquestal. Nadie posee el derecho de ponerse frente a una orquesta, salvo que posea una idea cabal de lo que va a transmitir al oyente. Además, debe poseer una autoridad natural y nada forzada, que se imponga, sin esfuerzo, sobre cada uno de los ejecutantes. Por supuesto que, sin una clara concepción, nada se puede imponer. Si a esto se añade la facilidad natural en el gesto y cierto aire dramático, entonces se habrá cuidado el aspecto visual. Asimismo, se requiere un oído infalible, además de la habilidad para sentirse cómodo en muchos estilos diferentes. Por eso el estudiante de esta especialidad presenta a menudo un espectáculo lamentable, pues no puede saber, hasta que se lo somete a una prueba, si posee el derecho de ocupar el sitio en que está. Sin embargo, el momento en que llega al podio ya es demasiado tarde. Salvo que posea ¨el don¨, permanecerá en él durante un tiempo transitorio. Pocas experiencias pueden ser tan enervantes y, al mismo tiempo, contados éxitos son susceptibles de resultar más auténticamente recompensadores.

 

Estímulo musical

En determinado estado de ánimo, la lectura acerca de temas musicales puede excitarnos ante la perspectiva de ¨escuchar¨ algo, casi en la misma forma en que la lectura sobre temas sexuales nos incita a la lubricidad.

 

El genio en un mundo pequeño

Lleva mucho tiempo a un país pequeño hacer comprender a un gran hombre. Ejemplo: Finlandia y Sibelius. A Noruega le costó cincuenta años imponer a Grieg, y parece que Dinamarca necesitará un período de tiempo similar para que Carl Neilsen trasponga sus fronteras. Si yo fuera alguno de estos hombres, no me haría feliz saber que mi obra engendra esterilidad en mis descendientes

El valor de una visión retrospectiva sobrepasa el interés histórico, sobre todo cuando de la música de trata, que lleva consigo una veta de continuidad y permanencia dadas la propia entidad musical. Aaron Copland ha alcanzado fama mundial a través de su larga y meritoria actuación como músico. Aquí están reunidos algunos de sus más importantes capítulos, escritos en muy variados medios europeos y norteamericanos a lo largo de años tan críticos y peculiares, arroja luces inusitadas frente al cotejo musical y las grandes figuras protagonizan un cambio cultural que se hace también evidente en los sucesos musicales.

Se va generando así una punzante historia de la música de casi medio siglo XX, salpimentada de vivencias y alternativas que configuran la antesala de lo que hoy se manifiesta en todas las expresiones musicales.

Al mismo tiempo, el estudio y la expresividad del efecto de la música sobre todos los seres humanos, apunta a señalar el valor de la estética musical y la creatividad más abstracta y sublime que expresa la música.


 

Notas

(1) Pronunciadas, en las series de Conferencias Distinguidas, en la Universidad de New Hampshire, en abril de 1959.
(2) Leído, como discurso Blashfield, ante la American Academy and National Institute of Ats and Latters, en mayo de 1952.
(3) Administración de Obras Públicas, creada durante el gobierno de Franklin D. Roosvelt para brindar trabajo a intelectuales y obreros desocupados (N. del T.)
(4) Leído por radiofonia en celebración del bicentenario de la Universidad de Columbia, en 1954.
(5) Décima parte de un bel, unidad utilizada para medir la intensidad del sonmido. (N. del T.).

 



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